Cuando se levanta el telón aparece un cura portando los objetos litúrgicos que suele haber en un altar. Un monago hace oscilar con indolencia un incensario. Otro monago baja a la sala y pasa un plato entre el público. Mientras tanto el cura da la comunión a los que se van acercando con recogimiento y aire conmovido. Esta escena dura más o menos el tiempo que el monago del plato tarda en recorrer la sala intentando llenarlo de monedas.

Vuelve el del plato a escena cuando el cura se dispone a dar la bendición. Al bajar la mano echa una ojeada al plato que sostiene a su izquierda el monago y dice: «Avarus habemus». Se dirige hacia el púlpito, sube los escalones, carraspea, fija al público durante unos segundos impregnados de eternidad y dice: «Hermanos, la siguiente parábola cuenta la historia de un grupo de hombres y mujeres ejemplares, buenos, castos, respetuosos con las leyes divinas y humanas. Hallábase una vez un santo hombre con las mismas obligaciones y problemas de todos los ministros de Dios que se encuentran sobre la tierra. Este hombre, todos lo habréis adivinado, era un sacerdote. Vivía en la extrema miseria y aunque eso no le preocupaba porque despreciaba con santo desdén los placeres de este mundo, constantemente se lamentaba del estado ruinoso de su iglesia. ¿Es justo, Señor?, mientras hay mortales que viven en palacios tu casa se viene abajo por falta de recursos económicos. Mientras gastan sumas fabulosas en vicios inspirados por Satán, el vino que ha de ser tu sangre es siempre avinagrado y malo. Y del pan que ha de ser tu cuerpo solo queda para una misa o dos si comulga poca gente.

En esto, una luz mil veces más viva que el sol y más blanca que la nieve vino a interrumpir en sus lamentaciones a este santo varón: «¡Germán, Germanillo!», dijo una voz. «¿Cómo quieres construir mi casa acudiendo a gente que no entrará en mi reino a menos que las agujas se vuelvan puentes y los camellos hilos?» Haz un milagro entonces. «Ya está hecho». Y apareció en manos de aquel siervo de Dios un plato de cobre como el del monaguillo. El domingo el plato se pasó por primera vez, obteniendo el resultado acostumbrado. Señor, dijo en voz baja, ¿el milagro?. «Insiste, Germán», dijo la voz. Y el pobre cura ordenó lo que yo voy a ordenar al monaguillo ahora mismo: «¡Da otra vuelta!».

Va el monago pedigüeño por la sala mientras el cura se queda en el púlpito reflexionando. La luz sigue al monago. Cuando vuelve y el cura ve lo que hay en el plato, dice: «En la segunda vuelta el resultado fue un poco, un poquito mejor que antes, pero insuficiente». Entonces dijo: «¡Otra vuelta!».

La misma historia. El cura pensativo y grave, el monago pasando el plato. Aquí entramos en la fase psicológica que toda obra de teatro nos impone ¿Cuántas veces pasamos el plato? ¿Qué hacemos con la guita? (A discutir de forma asamblearia, venga).