MISTERIOS
La bruja de la calle Tinte
En el barrio de Santiago

La bruja de la calle Tinte
Ya hablamos en su día de la magia que rebosa el barrio de Santiago. No en vano, la pequeña placita situada a mitad de la calle Ravé era conocida como el Panderete de las Brujas, precisamente por servir como escenario a las reuniones clandestinas de las hechiceras más temibles. Durante el siglo XVI, por sus laberínticas callejuelas merodeaban a menudo extraños personajes, siempre relacionados con las artes oscuras. Y cómo no, también un buen número de jóvenes atraídos por el morbo de lo prohibido. Así fue como un grupo de cuatro amigos se aventuró a adentrarse una noche cualquiera en esta zona desaconsejada, con el pretexto de comprar tortas en el horno que había junto a la antigua Puerta de Baeza -situada en Campo Madre de Dios-. Por el camino se cruzaron con una mujer de exuberante belleza vestida de negro y, haciendo gala de su habitual bravuconería, uno de ellos se ofreció a acompañarla hasta su casa. Para sorpresa de todos, la atractiva dama aceptó su propuesta, pero sólo si le seguían todos sus amigos. No es necesario explicar las fantasías que pronto asaltaron la mente de los cuatro adolescentes que, muy emocionados, se adentraron junto a ella en la estrecha calle Tinte. A mitad de la misma, la señora abrió la puerta del que se suponía su domicilio, y les invitó a tomar asiento en un salón donde sólo había cuatro sillones. Como si los estuviera esperando. Con dulzura les pidió que permanecieran sentados mientras ella preparaba en la cocina un aperitivo con el que agradecer su caballeroso gesto. Y cerró la puerta. Dejándolos allí, nerviosos.
Los chicos esperaron pacientemente, no sin antes barajar entre ellos todo tipo de finales tórridos para su improvisada aventura. Pero los minutos pasaban cada vez más despacio, y la mujer seguía sin regresar. Pasó una hora y luego otra. Y cuando la desesperación llegó a su punto máximo, el más atrevido se acabó levantando para ir a la cocina a buscarla. Al abrir la puerta descubrió sorprendido que allí no había nada para cocinar. Tan sólo un pasillo a cuyos lados se abrían varias habitaciones. Sintiéndose engañados, los cuatro jóvenes se adentraron por el estrecho corredor, comenzando a explorar una a una todas las estancias hasta alcanzar la última, cuya puerta se encontraba cerrada. El primero de ellos la empujó con vigor, convencido de que tras ella encontraría a la dama que se estaba mofando de su ingenuidad. Pero se equivocó. Tanto él como sus amigos se quedaron paralizados. Muertos de miedo. En el centro de la estancia, sobre una mesa alta, se exponía un ataúd de madera. Y en su interior, iluminado por el tenue resplandor de una vela, reposaba el cadáver de un muchacho joven. Más o menos de su edad. Los cuatro chicos echaron a correr como no lo habían hecho jamás en sus vidas, y abandonaron la casa sin mirar atrás. Probablemente, con la lección bien aprendida.
(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net
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