Luis Rodríguez tenía un pequeño reino de poca población en la planta tercera del edificio Pedro López de Alba. No temía a la muerte y no dejó de, a pesar de sus últimas limitaciones, arriesgarse en largas expediciones culturales. Intentó usar los barcos y carros de los que disponía para visitar sus reinos vecinos de la cultura. Su reino era vecino de otro reino mío, de modo que oíamos nuestros pasos y nos visitábamos casi diariamente sabiendo que moriríamos de viejos. Su enfermedad fue reduciendo sus velocidades y le prohibió recorrer algunas calles pero no cejó en intentar abrir cada día más accesos para seguir viviendo.

Me han comunicado su fallecimiento. Se nos ha ido una persona prudente de cuya enfermedad yo he sido convecino y por quien he rezado con frecuencia en Capuchinas. Casas, árboles, montañas se pueden remover pero siempre, mientras viva, quedará en mi corazón la imagen de un hombre paciente que no se rebeló contra su aciaga fortuna.