Que Meghan Markle iba a ser un problema para la Familia Real británica estuvo claro inmediatamente, cuando lo que parecía un ligue más del príncipe Enrique se transformó en un noviazgo fulminante, directo al altar. En la rígida y jerarquizada estructura que impera en palacio no había lugar para la recién llegada. Era la antítesis de la candidata ideal, puesto que ingresar en el club requiere olvidarse de cualquier iniciativa propia, atenerse al estricto protocolo, lucir modelitos en recepciones oficiales y cerrar la boca, excepto para sonreír. En la corte de los Windsor pecar de aburrido y anodino forma parte del perfil perfecto, incluso de una futura reina consorte.

Meghan era una mujer independiente cuando se comprometió con Enrique. Tenía 35 años, tres más que él, estudios universitarios, con una doble licenciatura en Teatro y Relaciones Internacionales, una carrera como actriz, inquietudes políticas, posiciones claramente feministas y conexiones entre las celebridades de Hollywood. Estadounidense, divorciada y famosa por el papel de un personaje muy sexy en la serie 'Suits', nada de eso cuadraba con la tradición ultraconservadora de la monarquía británica.

La duquesa era además la hija de un padre blanco, de ascendencia holandesa, y una madre afroamericana, descendiente de esclavos negros, llevados a las plantaciones de algodón de Georgia. Esa circunstancia excepcional en el entorno blanquísimo de la Familia Real, tampoco jugaba a favor de la recién llegada, como ha quedado claro en la acusación de racismo lanzada en la entrevista con Oprah Winfrey.

Oportunidad perdida

Seguramente Meghan Markel tenía agenda propia cuando se convirtió en la esposa del nieto de Isabel II, aunque hay que creerla cuando dice que no se imaginaba lo que era la vida diaria en la corte. Sus amigos admiten que es duro trabajar con ella porque es exigente, pero no es desconsiderada. Palacio ha abierto una investigación interna para determinar si acosó y vejó a dos o tres de las personas con las que se relacionó durante los dos años que duró su papel oficial, algo que se ha interpretado como un ajuste de cuentas, más que como un deseo de hacer justicia.

Paradójicamente la mezcla racial de Meghan le proporcionó una popularidad instantánea. Ayudó a que la monarquía llegará a un buen número de ciudadanos que, por su origen multiétnico, no se sienten representados por la Corona. La institución perdió una gran oportunidad. No supo, o no quiso, hacerle un hueco, ni dejó entreabierta la puerta cuando la pareja decidió volar por su cuenta.