La isla más occidental de las Baleares desprende una rara atracción, un aura de lugar perdido, una sensación de refugio en el que huir de algo sin saber por qué. "Hay lugares que conocemos incluso antes de llegar a ellos, como si los hubiésemos soñado o pertenecieran a nuestra imaginación", relata Carlos Garrido en su obra Menorca Mágica. Pequeña pero sofisticada, compleja pero manejable, nada puede impedir que la calma defina parte de su esencia, incluso en estos meses de ajetreo en los que se ve sacudida por la invasión turística. Porque el verano, bien es cierto, es un irremediable desfile de yates, un manto de cuerpos al sol, un trajín de caldereta de langosta y helados en el paseo marítimo. Pero hay algo que pervive más allá del estrago estival. Menorca es el propio estado de ánimo, el momento vital en que se elija conocerla. Y así puede ser tranquila o bulliciosa, rutinaria o excepcional. Puede alterar o apaciguar el espíritu. Puede no tener nada y sin embargo contenerlo todo. Incluso la ausencia.

Una isla para caminar

Isla de historia dramática y paisaje armónico, Menorca es también un punto y aparte respecto a sus hermanas de archipiélago. Más serena y menos comercializada que Mallorca, más auténtica y menos festiva que Ibiza. Con más posibilidades que la minúscula Formentera. Sí comparte con ellas los rasgos que son un escaparate del Mediterráneo más puro. La luz, la vegetación que se acerca hasta besar la orilla, la riqueza cromática de unas aguas que en nada envidian a la sensualidad del Caribe, al brillo imposible de los mares del sur. Y también los acantilados, los faros solitarios, los islotes, los pueblos deliciosos, las fiestas tradicionales, la gastronomía exquisita. Se empieza a amar a esta isla por el mar, como un flechazo.

Para ello están sus 290 kilómetros de litoral que dan lugar a una constelación de playas: pequeñas calas o largos arenales, de tonos rojizos o de un blanco inmaculado, de carácter salvaje o plenamente urbanizadas. Hay que recorrerlas despacio. Y después tomar sus carreteras secundarias. Internarse por sus senderos. Escudriñar la soledad de sus campos, el silencio de sus bosques, la esencia de una ruralidad que se mantiene intacta para quienes decidan descubrirla. Y si es a pie, en bicicleta o incluso a caballo, tanto mejor. Porque sobra decir que Menorca es tierra de caminantes, de quienes gustan de los paseos intimistas en busca de insospechadas hermosuras. Para ello está el Camí de Cavalls, que es la estrella del senderismo. Se trata de la ruta homologada GR 223, que recorre en 20 etapas (unos 10 días) todo el perímetro de la isla. Un camino histórico que antaño unía las torres de defensa y hoy supone una mirada intensa a los más escénicos enclaves: playas, masas forestales, áreas protegidas de interés botánico y ornitológico...

Todo perfectamente señalizado con paneles informativos. Sin demasiada dificultad, sin desniveles acusados y con la posibilidad de emprenderse en cualquiera de sus tramos. Por eso es apropiado para todas las personas con una mínima resistencia física. Y por eso se ha convertido en la mejor manera de moverse, siempre despacio, porque, como dice un proverbio menorquín, Com més frises més tropises (cuánta más prisa, más tropiezos).

Todos los matices del mar

En el Camí de Cavalls el mar está siempre presente. Ese mar por el que se viene a Menorca para empaparse de todo el azul que cabe en sus aguas. Turquesa, esmeralda, malaquita o incluso violáceo. Lo difícil es escoger entre tanta porción del paraíso. En el norte destaca Cala Pilar, con un brutal contraste entre colinas rojas y arena dorada. También Cala Pregonda, con esos fotogénicos islotes que han sido portada de dos discos de Mike Oldfield. Y Cavallería, al pie del cabo del mismo nombre, el saliente más septentrional de la isla. Al este no hay que perderse Cala Presili y Cala Tortuga. Y al sur lo suyo será explorar el ramillete de calitas que se extiende entre Punta Prima y Cala Galdana, dos playas urbanizadas que no por ello pierden su belleza: Binidalí, Son Bou, Cala Escorxada, Trebalúger, Cala Turqueta, Son Saura... También las imprescindibles hermanas que son un prodigio de exotismo: de un lado, Mitjana y Mitjaneta, y de otro, Macarella y Macarelleta. En todas ellas, el bañador es un accesorio opcional.

Claro que no todo el mundo cuenta con tiempo o ganas suficientes para hacer el Camí de Cavalls, por lo que muchos optan por la alternativa del coche o de la moto. Distinta cadencia, claro está, pero que también permite combinarse con caminatas puntuales. En cualquiera de estos vehículos la clave será seguir la carretera que une Maó con Ciutadella, la misma que, cual espina dorsal, divide la isla en dos partes. Sa Tramuntana, al norte, es oscura y ondulada, tapizada de bosques de acebuches y encinas, con una costa accidentada en la que se suceden barrancos de casi cien metros, playas de cantos y arena negra. Es Migjorn, al sur, es más homogénea y regular, con calas de arena blanca y fina abrazadas por roquedo y pinar, con fondos claros que propician una transparencia deslumbrante.

Ciudades con carácter

Orillada al sureste de la isla, la capital, Maó, es la ciudad más cercana al aeropuerto, lo que la convierte en la puerta de entrada. También es la localidad emplazada en la punta más oriental de España, es decir, la primera que ve salir el Sol con la carga mística que ello implica. Y es, además, uno de los puertos naturales más imponentes de Europa. Hay que pasear sus seis kilómetros y admirar el reflejo de la luz en sus palacios burgueses y aristocráticos. Y tomar, a ser posible, un barco golondrina para acercarse a sus dos islotes: el del Rey y el de Lazareto, también llamado de la Quarentena porque aquí se aislaba a los sospechosos de tener enfermedades contagiosas. En Maó el casco histórico deja despuntar la iglesia neogótica de Santa María, que compite con el Ayuntamiento y su torre heredada de los ingleses, quienes dominaron la isla en el siglo XVIII.

En verano, cuando el trasiego se concentra en las soleadas terrazas del puerto, perderse por este entramado puede ser una opción placentera y refrescante. Al paso irán saliendo sus edificios modernistas, el Teatro Principal, que data de 1829, y locales con un encanto irresistible como el hotelito Jardí de Ses Bruixes. Pero lo más divertido será dejarse llevar y descubrir sus animados mercados, donde locales y turistas adquieren los productos de la tierra: el del Claustro y la Pescadería Municipal son espacios gastronómicos en los que hacer la compra pasa, casi necesariamente, por tomarse unos vinos. En las noches calurosas se puede disfrutar de música en vivo bajo las estrellas.

Puerto y club náutico de Ciutadella.

En el otro extremo de la isla, Ciutadella es una ciudad de marcado sabor mediterráneo. De pronto es como estar en Italia: suelos empedrados, soporta les, una catedral gótica, palacios renacentistas... Todo muy bien conservado, impecable, lo que le ha valido el título de Conjunto Histórico-Artístico. Pasear por sus callejuelas es una delicia en la que, más allá de sus hitos monumentales (las iglesias, el Molino des Compte, el Castillo de San Nicolás€), conviene sucumbir a las tiendas. Es el lugar donde hacerse con unas albarques, el típico calzado menorquín que nació como las alpargatas humildes de los campesinos y que hoy exhibe sofisticados diseños. Tampoco hay que perderse el puerto, especialmente a la luz de los faroles nocturnos, cuando es ideal para cenar un buen pescado.

Cultura inmemorial

Entre ambas ciudades está esa otra Menorca interior que no vive pendiente del turismo. La Menorca que está atravesada por cientos de caminos enmarcados por ancestrales muros de piedra. Estas paredes secas, que sirven para demarcar las parcelas y proteger los cultivos, forman parte del paisaje tanto como los faros (desde el de Cavallería hasta el de Favaritx) y la larga lista de elementos defensivos que se explican por la posición estratégica de la isla: la Fortaleza de La Mola, el Castell de Santa Águeda, el Fort Malborough, la Torre d'en Quart...

Adentrarse por estos campos permite llegar a pueblos como Es Mercadal o Ferreries, donde los lugareños ven pasar la tarde ante una copa de gin (la ginebra heredada de la dominación británica) mientras protestan por la furia de la tramontana, el viento que azota Menorca cuando el clima se pone bravo. También permite descubrir lugares privilegiados como Son Vives, un agroturismo a casi 300 metros de altitud, con espectaculares vistas a la costa, el monte Toro y las brumosas cumbres de S'Enclusa.

Ruta ecuestre por la Cala Macarella.

Aquí, en esta finca con huerto ecológico y un pequeño taller donde hacen queso artesanal, se pueden dar paseos por el campo en sus propios caballos de raza menorquina. Imprescindible por su belleza es el poblado de Binibeca, aunque muchos le reprocharán su falta de autenticidad. Es cierto que se trata de un emplazamiento turístico que fue creado a principios de los años 70 para recrear una villa de pescadores, pero no deja de cautivar el encanto de sus calles estrechas, conformando un laberinto, ni la esencia mediterránea que reina entre sus casas encaladas. Escudriñar la faceta rural supone también toparse con las huellas no solo de los cartagineses, griegos, romanos, visigodos, árabes, franceses e ingleses que en algún momento ocuparon la isla sino también con los que mucho antes dejaron constancia de una fascinante cultura prehistórica.

Es la Menorca talayótica que floreció hacia el año 1400 a.C. y que dejó abundantes vestigios: taulas, talayots, navetas, menhires... Hay un soberbio catálogo: Cúrnia, Torelló, Trepucó, Torrellafuda, Torretrencada, Son Catlar... Desde tiempo inmemorial, la piedra dibuja el paisaje. Moldeada por la insistencia del viento y el mar, pero también por la mano del hombre. Porque con ella se han construido los edificios de los pueblos y las ciudades. Marès lo llaman y es un material que envuelve como ningún otro la luz mediterránea. De su uso, ya extinguido, queda una muestra preciosa en lo que se ha llamado Lithica.

Unas canteras recuperadas por la arquitecta francesa Laetitia Lara como un espacio singular: laberintos y formas cúbicas que son un alarde de la geometría y en cuyo marco, cada verano, se celebra el Festival Pedra Viva, con conciertos, danza y teatro. La piedra también es la protagonista en la Cova d'en Xoroi. Se trata de una gruta natural colgada entre el cielo y el mar que alberga un relajado bar durante el día y una animada discoteca por la noche. En la transición entre ambas facetas acontece su momento mágico: la puesta de sol. Es entonces cuando la isla recupera, durante unos segundos, su distancia con el mundo.