Aun con las manos manchadas de sangre, un dictador sacia el apetito sin remordimientos. El fervor por los helados de Fidel Castro, la sopa de pescado de Tikrit favorita de Sadam Husein o la dieta de 1.200 calorías de Enver Hoxha por su diabetes salen a la luz en Cómo alimentar a un dictador. Cuatro años de trabajo le ha costado al premiado periodista polaco Witold Szablowski escribir un libro que publica en español Oberon gracias al testimonio de cocineros que dieron de comer a algunos de los dirigentes más siniestros de la historia contemporánea; unos trabajaron con el miedo de saber que un error les costaba la vida, otros siguen adorando a su difunto líder sin complejos.

Szablowski, que trabajó como friegaplatos y pinche de cocina, recorrió cuatro continentes para mostrar «la historia del siglo XX vista desde la puerta de la cocina», una tarea llena de obstáculos porque no todos los que han alimentado a dictadores están dispuestos a hablar. Sí lo hizo Erasmo Hernández, que se unió a la revolución y fue guardaespaldas de Fidel Castro antes de convertirse en su cocinero personal; hoy está al frente del restaurante Mamá Inés en La Habana Vieja. Gracias a Hernández sabemos que El Che sentía pasión por los frijoles negros pero nunca se permitió comer diferente a un soldado raso durante la guerrilla, y que Fidel Castro hizo de la pasta su plato estrella tras cocinarla durante su encarcelamiento por el ataque al Cuartel Moncada.

Castro, a quien le encantaba perorar sobre lo que sabía y lo que no -entre sus oyentes obligados estaban los cocineros del hotel Habana Libre cada vez que comía allí- adoraba los helados; era capaz de comerse 20 bolas de una tacada e hizo que en la mítica Coppelia se experimentase con elaboraciones a base de leche de cabra, burra y bisonte.

Su gusto por los lácteos le llevó a criar a Ubre Blanca, una vaca que se convirtió en emblema de la revolución gracias a su increíble producción de leche, de la que Granma informaba a diario y que la hizo entrar en el Guinness batiendo a Estados Unidos, todo un símbolo. Esa vaca comía mejor que la población cubana, a la que la cocinera televisiva Nitza Villapol enseñó durante el periodo especial tras la caída de la URSS a cambiar la carne por cáscaras de fruta.

A Yong Moeun le «sedujo la sonrisa» y «lo guapo que era» Pol Pot, a quien se le atribuyen cerca de dos millones de víctimas en menos de cuatro años. «No era un asesino, era un soñador», defiende quien le preparaba a diario varios platos -sopa agridulce con piña y chile y pollo asado eran sus favoritos- para que pudiera escoger mientras en las colonias de castigo se comían cien gramos de arroz al día y un huevo al mes. No le guarda el mismo afecto a su jefe Abu Ali, el último superviviente de los seis cocineros del presidente de Irak de 1979 a 2003, Sadam Husein, al que califica como «un gran hijo de puta».

Recibía con terror cada crítica a sus platos -«siempre ponía peros a la comida cuando tenía un mal día»- y aprendió a la perfección la sopa de pescado de Tikrit, la ciudad natal del dictador, porque era su plato favorito. Obsesionado con un atentado, el genocida iraquí ordenaba que se cocinara a diario en todos los palacios que construyó y que se guardaran muestras por si había un envenenamiento.