Voy pasando por pueblos de mañanas de sábado donde aprendí a interactuar, a fotografiar, a enamorarme de las rutinas y las conversaciones de las vecinas. Loarre, Ayerbe, Murillo de Gállego. Los voy pasando con lentitud, con la calma y el disfrute que da la ausencia de prisa. Una mujer barre la calle. A veces queremos abarcar lo imposible, la inmensidad, pero no hay cepillo ni cámara que sean capaces de lograrlo porque todo se vuelve a revolcar, siempre saltamos por los aires.

El río Gállego desciende por la Hoya de Huesca, cerca de Murillo de Gállego.

El río Gállego desciende por la Hoya de Huesca, cerca de Murillo de Gállego.

Dejé de tener resacas. He rechazado casi todos los botellines del viaje. El alcohol no me hace más feliz, me lastra la noche. Las mañanas seguían siendo nubladas y solitarias, pero ya no necesitaba tanto sol. Distingo Riglos, diminuto bajo sus imponentes mallos, y puedo oír el columpio donde descansaba tras una maratón de fotografías. El cuerpo se queda vacío tras cada disparo. Paso el carrete con el dedo pulgar. Se recarga y me recarga, listos para una nueva imagen. Remonto el río Gállego, no hay un río más bonito, rápido y fuerte, agua esmeralda y libre, algún tramo de sosiego. Suena sin verse, como los recuerdos. Me planteo cómo debe ser la última etapa de un gran viaje.

El pueblo de Riglos bajo sus imponentes mallos, el martes 27 de julio del 2021, en lo que supuso la última etapa de un viaje en bicicleta que comenzó en Cádiz 17 días antes.

Se me ha hinchado un dedo del pie. Me pica otro bicho. Dicen unas señoras de Anzánigo que el agua está helada, pero a mí ya no me lo parece. Hago pasta con pesto. Me tumbo en una piedra a leer. Hace calor y no hay sombra, me rebozo en el agua. Un gran viaje debe tener un final mítico: la estación de Canfranc. Pasaré la última noche frente al andén. Hace ocho años cogí ese tren tras un viaje por el Pirineo del que nadie se enteró. El canfranero, la locomotora tranquila que desafía a los acantilados.

Puente sobre el embalse de La Peña (Huesca).

Puente sobre el embalse de La Peña (Huesca).

Un viaje apabullante, en lo emocional pero sobre todo en lo físico, tiene que acabar con una etapa casi desgarradora, cerca del anochecer, una etapa inolvidable, con mucho desnivel y horas de pedaleo. Una etapa que me haga dar lo mejor, que me haga sufrir para ansiar el final, para regodearme y bailar de emoción en las últimas rampas, en las alturas, frente a los picos que me despertaron mi fervor por las montañas.

Cima del puerto de Somport, frontera entre España y Francia.

Cima del puerto de Somport, frontera entre España y Francia.

Cierro el libro, me levanto de la piedra, asciendo el Monte Oroel y bajando a Jaca, tras una curva, me sorprende de golpe la magnitud del Pirineo. Me quedo extasiado, como si fuera la primera vez que lo veo, cosquilleo, quiero abalanzarme sobre él. No te fíes, no has superado su belleza ni el poso que te dejó. El sol es devorado, todo cambia de repente, noto la carga del viaje pero avanzo ligero hacia la cima de Somport, se almacenan los días, los retratos, las noches, las crisis, ojalá la carretera fuera más estrecha, se levanta el viento, alarga el final, me cuesta cada metro, me levanto sobre la bici. ¿Quiero acabar?

Las montañas del Pirineo aragonés, al salir de Canfranc Estación.

Por muy despacio que vaya, que piense, se me cruzan las 17 etapas. ¿Qué palabra describe los 1.800 kilómetros que llevan mis piernas y mi cabeza? ¿Cómo bajaré de aquí? Me meto en una nube, no veo nada, alcanzo la cima entre la niebla, sin esperarlo, apoyo la bicicleta en el cartel que indica la altitud, 1.640 metros, me quedo justo en la frontera, mirando a Francia, imaginando el valle, ante una capa blanca y espesa, la cara cada vez más fría, no hay gotas de sudor, solo una grieta en el asfalto. Y ahí, en esa línea invisible que separa dos países, empiezo a abrigarme con parsimonia, los brazos, el pecho, el cuello, hago las últimas fotografías, aprieto los ojos y marco el final de mi viaje más salvaje.