Hablar con el demonio es algo muy serio. Hay ciudades que se prestan a ello. Los alquimistas y eruditos de la magia negra escribieron durante la Edad Media tratados iniciáticos que sugerían un triángulo tenebroso. Lyon, Turín y Praga como urbes originarias de un mal primitivo. Una forma geométrica que los estudiosos en las ciencias ocultas quieren relacionar con las fuerzas tenebrosas. Y en el centro de todos esos caminos, Múnich.

Pensaba en esas historias con una mezcla de escepticismo y sugestión. El mal le pilla a uno siempre desprotegido. El escenario ayudaba, por supuesto. Me encontraba en el interior de la catedral de Nuestra Señora de Múnich. Es un edificio sobrio, cuyo exterior podría confundirse en días de niebla con una construcción industrial de finales del siglo XIX. Hecha entera de ladrillo marrón, sus dos torres rasgan el cielo de la ciudad con una simetría desconcertante. Las cúpulas que coronan las alturas adquieren un color plomizo, en las tardes de lluvia, que suele ser a menudo. Pero el principal factor que convierte a la catedral en un lugar oscuro es, literalmente, su falta de ventanas. Para contrarrestar las sombras, las altas paredes del interior están pintadas de blanco, alejándose de la estética medieval que podríamos encontrar en otras catedrales alemanas. La culpa fue de un bombardeo durante la II Guerra Mundial, que destruyó todo su interior.

No es un gran escenario para comenzar una crónica de viajes sobre Múnich, pero en aquella tarde de marzo había oscurecido pronto. Estaba sentado en un banco lateral, mientras los turistas entraban y salían por las capillas buscando reyes bávaros. En ese momento, observé a una muchacha que se detenía en un punto exacto. Miraba constantemente al suelo. Me levanté ante la curiosidad que despertó en mí aquel gesto azaroso. Cuando llegué junto a ella comprobé que en el pavimento había impresa una huella de un tamaño humano. ¿Sería la de algún santo en su predicación por los bosques bárbaros? Pronto se formó un grupo de interesados a mi alrededor.

La huella del demonio (o Teufelstritt) es una leyenda que hace más atractiva la visita a la catedral de Múnich. Al menos para los iniciados. Jörg von Halsbach fue el arquitecto que diseñó el templo y que logró engañar al diablo para erigir una construcción sin ventanas. La pisada del mal se produjo cuando Lucifer deambuló asombrado comprobando que la oscuridad del interior sumía, en efecto, a la propia bestia en el temor. Hoy, los turistas se hacen fotos y prueban fortuna por si calzan la misma talla que el Príncipe del Mal. Todo un reto.

Cuando salí de la catedral ya había oscurecido del todo, como si nos acompañara la bóveda de la catedral de Nuestra Señora en el cielo. Me deslicé hacia la Marienplatz, caminando entre cervecerías y restaurantes que servían codillo al horno, la especialidad muniquesa. Al otro lado del río Isar, a pocos metros de allí, comenzaba otra peregrinación del mal. Esta, menos poética que la anterior, situaba a la ciudad al margen de las leyendas infantiles. Múnich carga sobre sus espaldas haber sido una ciudad de focos de irradiación del nazismo. La Bürgerbräukeller en los años veinte era la cervecería más grande de la ciudad. Se convirtió pronto en la guarida de los discursos totalitarios que sembrarían el mundo, años después, de cementerios. Hitler y Röhm, entre cerveza y cerveza, promovían un movimiento que acabara con la humillación del Tratado de Versalles, que redimiera a Alemania de su desastrosa derrota en la I Guerra Mundial y que legitimara el derecho del pueblo alemán a dominar buena parte de Europa. Fue en esa cervecería donde se llevó a cabo el Putsch , el Golpe de Estado de 1923 y que terminó en fracaso, pero que dejó las costuras abiertas de la República de Weimar.

En la actualidad, la Bürgerbräukeller se ha convertido en un centro cultural moderno. Pero volviendo a este lado del río, entramos en la Marienplatz, el punto central de la historia de Múnich, una plaza que pronto cumplirá mil años y representa el triunfo de la religión católica en la columna presidida por la virgen María. En Alemania, cada región vivió su particular guerra entre protestantes y católicos, pero Baviera se mantuvo fiel a Roma. La amplitud del espacio permite al viajero respirar en pleno casco histórico.

Pero Múnich no da tregua. A unos pocos pasos, siguiendo la Residenzstrasse, una avenida sobria llena de palacios neoclásicos, llegamos a la Odeonsplatz, uno de los rincones más dramáticos de la ciudad. Frente a la iglesia de los Teatinos, de un barroco más agradable que la catedral, se encuentra la Feldherrnhalle o logia del Mariscal. El edificio recuerda a la Florencia más sofisticada de la Signoria, pero el viajero no se dejará engañar. Fue construido a mediados del siglo XIX. Allí se anunció al público, en 1914, que Alemania entraba en guerra. En una fotografía explotada por el nazismo, se observa a un jovencísimo Adolf Hitler estallando en júbilo. Se sospecha de la autenticidad de la instantánea.

Pero el lugar está tan relacionado con Hitler que hoy en día es imposible mirar hacia otro lado. También fue el final del Putsch del 23. Entre las arcadas, la policía disolvió la manifestación a tiros, matando a 16 militantes nazis que la propaganda del régimen convirtió en mártires al llegar al poder. Hitler fue detenido y enviado a prisión, donde escribió el Mein Kampf . El resto de la historia es de sobra conocida. En la Odeonsplatz no quedan huellas ya de lo que significó en los años treinta. En Múnich nadie le teme al diablo de la catedral. Y con razón. H