En el ático solo había un piso. El que debería haber sido el otro era una terraza enorme a la que solo se podía acceder desde el piso de Samuel. Antes había sido comunitaria, y aún había la puerta, sin número y cerrada a cal y canto. La había visto el día que Samuel me enseñó el piso por primera vez, cuando todavía estaba sin reformar y olía a sus antiguos propietarios. Samuel me había enseñado las habitaciones con el orgullo de quien se ha hipotecado de por vida, y cuando salimos le señalé la puerta y le pregunté dónde llevaba y él me dijo que a ningún sitio.

Me detuve unos segundos para coger aire y escuchar. No se oía nada. Llamé a la puerta primero tímidamente, pero luego a golpes cada vez más fuertes, hasta que me hice daño en los nudillos; la rabia que había estado guardando todos aquellos años ahora me salía fuerte y clara como un chorro de agua, y grité, y me puse a llorar, y pateé la puerta y me lancé contra ella con todas mis fuerzas, como si aquel trozo de madera tan roja que parecía negra fuera Samuel. La puerta se abrió, seguramente Samuel, al huir, debió dejarla mal cerrada. Samuel, Samuel, grité, fuera de mí, como si mi voz no fuera mía, retumbaba como un trueno y rebotaba en las paredes y entre sus cosas como en una caverna; en la minicadena, en la tele, en el sofá de piel, en los jarrones vacíos de porcelana: luz naranja entraba por el ventanal que daba a la terraza.

Me callé, un poco más calmada. El teléfono estaba descolgado, en la pantalla oscura de la tele se reflejaba otra versión del piso. Recorrí las habitaciones como una fiera. Eran impersonales, estaban pintadas de colores neutros y decoradas con cuadros prefabricados, parecían sacadas del catálogo de una tienda de muebles. Abrí todos los cajones y ensucié las paredes con las manos; en los armarios todavía había su ropa, la saqué toda y la llevé al comedor. La cama no podía moverla porque pesaba demasiado, pero las mesitas y las lámparas, sí. Moví el sofá al centro del comedor e hice una montaña con sus cosas. Llevé los discos, las películas, los juguetes electrónicos que guardaba cuidadosamente en un cajón de debajo de la tele, las consolas, los videojuegos. Los cuadros de girasoles, de mares furiosos, de ciervos. Las sillas, la butaca, las zapatillas de estar por casa, las alfombras, las cortinas. La montaña se fue haciendo cada vez más grande y más alta, hasta que casi llegó al techo, incluso tuve que trepar para colocar, como si fuera una estrella en un árbol de Navidad, su colección de monedas. Fui a la cocina y encontré una botella con un vino rojo y espeso como un trago de sangre, y la abrí y me puse un vaso. Miré aquella montaña de cosas vacías que ya no eran de nadie.

Creía que, empujada por la marea de gente que me había traído hasta aquí, había venido para perdonarlo.

El vino me mareaba, no había comido nada en todo el día. Cogí unas cuantas botellas de alcohol que encontré en la despensa y volví al comedor. Una se me cayó por el camino y se estrelló, dejó una estrella roja en el suelo, pero no me importó. Cuando estuve delante de la montaña, abrí las botellas una por una, sin prisa, y vertí el contenido sobre sus cosas y le prendí fuego con un encendedor que había cogido de la cocina. El fuego se bebió el alcohol con ansia y pronto todo fue una bola ardiente. Cuando el humo me hizo toser y los ojos se me llenaron de lágrimas salí a la terraza. La ciudad también ardía. Había humo por todas partes, se elevaba por encima de las calles y reflejaba la luz naranja de otros incendios. Las calles se agrietaban, se abrían como bocas hambrientas, un edificio a mi izquierda se hundió sobre sí mismo y desapareció. Delante de mí había otra terraza, una familia tapada con mantas que lo miraba todo con los ojos abiertos y cansados de quien ya hace mucho rato que ve el mundo destruyéndose. No nos dijimos nada, no podíamos por el estrépito del fuego y del humo y de las piedras que caían y cubrían las calles. Nos saludamos con la mano, como si nos hubiéramos encontrado en la terraza tendiendo la ropa, y recordé aquel primer verano que estuve sola, Xavier ya se había marchado y Samuel ya no me hablaba, y fui a tender las sábanas a la terraza. Con la brisa se hincharon como un cuerpo que respira, olían a jabón y a luz, el viento cambió y la tela húmeda se me pegó en los brazos. Sonreí, en el recuerdo y en el presente, y me senté en el suelo, a contemplar cómo el fuego, como una tromba de agua, se lo llevaba y lo limpiaba todo.

Mañana, primer capítulo del relato de Josep Maria Fonalleras