Los niños persiguen a las palomas en Bašcaršija. Sumergen sus manos en la Sebilj, la fuente pública de madera que domina la plaza, le da sentido y la ordena. En lo alto, el sol de las tres de la tarde cae a plomo entre los escasos turistas que pasean y los olores del café tostado. Bašcaršija es la plaza del mercado de Sarajevo. El corazón de una ciudad con sangre caliente y que vive volcada en la calle. El bazar, al aire libre, se extiende hacia la ribera del río Miljacka, como venas diminutas en donde los comerciantes venden especias, bolsos de piel, teteras de metal y anuncian el último partido de fútbol de la liga inglesa.

El tiempo en Sarajevo pasa lento y se demora en las esquinas de los comercios. Siglos atrás, el clavo procedente de la India se vendía como una exquisitez en estos mismos bazares que observo desde la terraza del Café Slatko Cose. La ciudad fue el lugar donde Oriente y Occidente se encontraron. En la mayoría de los casos, el choque de culturas produjo enfrentamientos y sangre. Arañazos que han dejado el testimonio de ciudades divididas, del norte al sur de los Balcanes. Pero en Sarajevo, el encuentro fue un abrazo. Hoy se evidencia un mestizaje milagroso en las calles sarajeveses. Un musulmán rubio, de aspecto nórdico, cuya lengua materna es el serbocroata; un eslavo ortodoxo de aspecto ruso con padre musulmán; un croata católico de aire mediterráneo que escribe en cirílico. Pero la coexistencia es una utopía hasta en el centro de la ciudad más oriental de Europa, la más occidental de Oriente.

La carta del café es variada y no por capricho. Recoge los gustos de una población que es de todos lados sin haber salido nunca de Sarajevo. El café vienés se presenta al lado del Bosanka Kafa, una variante del café turco realizado sin diluir la borra ni agitarla. Además, se sirve en una taza metálica con filigranas labradas. Deja los dientes negros pero el alma renovada. Es un pequeño pago por degustar el mejor café que he probado en años. La camarera me ofrece dulces rociados con miel. Es una bella joven que lleva el velo. Está acostumbrada a tratar con turistas y con hombres. Me sonríe e intenta mantener una conversación conmigo. En la mezquita Gazi Husrev Bey, del siglo XVI, justo enfrente del café, el muecín llama a la oración desde el minarete. Es un canto grave y compungido, lleno de fascinación. La camarera deja la bandeja en mi mesa y se prepara para salir. Se fía de los viajeros y no les entrega la cuenta.

Camino por Saraci, la calle principal del bazar y compruebo que la historia se ha detenido. La mezquita de Gazi Huserv-Beg está abierta. Entramos y observamos a los fieles arrodillarse frente al Mihrab. Es un jardín encantado al que los curiosos tienen acceso. Se reza entre susurros y algunos paseantes, bajo los árboles, leen novelas en alemán. El color de la piedra es blanco, una roca mojada por las múltiples fuentes que reciben al creyente. Los ríos de la vida y de Dios. Siguiendo el recorrido, la calle trasmuta en la Europa elegante del siglo XIX. Saraci se convierte en Ferhadija, una avenida ancha, llena de comercios modernos de telefonía y cervecerías. La metamorfosis de la ciudad ha sido total.

Ha pasado de Las mil y una noches a Berlin Alexanderplatz en cinco metros. En 1878, el Tratado de Berlín puso fin a tres siglos de dominación otomana. Bosnia pasaba a formar parte del Imperio Austrohúngaro. El águila de los Habsburgo dominó un territorio más propio de la leyenda que de la burocracia vienesa. La ciudad creció y se impuso a las montañas que la rodean, en los Alpes Dináricos, donde antes solamente el hombre se había atrevido a construir sus cementerios.

El final de la marcha Radetzky en las calles de Sarajevo es de sobra conocido. En el Puente Latino sobre el Miljacka, a cinco minutos de paseo, Gravrilo Princip disparó al archiduque Francisco Fernando y su esposa, Sofia Chotek. Comenzaba la I Guerra Mundial en una ciudad que apenas participó en el conflicto y que gustaba de las guerras. No habría soldado en Verdun o en las Dolomitas que no se acordase del nombre de Sarajevo, escapando de las trincheras.

Pero para ser una ciudad pacífica sufrió un siglo XX atroz. Si este se inauguró con la sangre de un heredero imperial en el Puente Latino, el mismo siglo concluyó con el asedio de más de mil días de las tropas serbias de Milosevic. El resultado fue fatal. Diez mil muertos. Una ciudad descosida en todos sus barrios, presa de los francotiradores (incluso hay una avenida en la parte moderna llamada así), que vio arder su biblioteca, el mayor legado cultural que Sarajevo ofrecía al mundo.

La guerra de los Balcanes fue especialmente violenta en Bosnia y en su capital, y al viajero le sorprende porque no ha visto mejor ejemplo de convivencia en todos los viajes que ha realizado. En Sarajevo uno encuentra una mezquita, una iglesia ortodoxa, una iglesia católica y una sinagoga en menos de doscientos metros.

Antes de que caiga la noche en Sarajevo, subimos al Bastión Amarillo. Dejamos a un lado uno de las decenas de cementerios que rodean la ciudad. Muertos antiguos y muertos nuevos. De todos lados, que un día acudieron a Baš?aršija a tomar café, vienés o turco. A esta ciudad, pienso, no le convence como la ha tratado la historia. Y se hace de noche sobre las dos orillas del Miljacka.