Todo lo que he vivido en este 7 de julio lo voy a olvidar: El cálido descenso al amanecer por el puerto de Serranillos, el desayuno en Hoyocasero, el baño en el Tormes, el paso por Herguijuela, uno de esos lugares en el que sus vecinos se apropian de la carretera para pasear por la ausencia de vehículos. Creo que incluso voy a olvidar la deliciosa subida a Peñagrande, rodeado de una pradera alimentada suavemente por el sol. ¿Pero no vas a abrir la tienda?, me cuestiona una joven de Algodonales. Estamos a dos mil metros, recuerda.

No somos conscientes de nuestra fragilidad, dice Séneca en sus cartas. No, no voy a montar la tienda, puedo soportar esta temperatura. Pero bajará por lo menos diez grados.

Su novio se acaba de tirar en paracaídas. Me voy a Piedrahita a por él, que con este viento no podrá volar mucho. Te quedas solo, disfrútalo.

Hoy cenaré frente a Castilla y León, como si estuviera en un avión de noche, cuando ves las luces de las ciudades con cierta envidia porque tú estás atrapado en un asiento minúsculo, solo que aquí tengo toda la amplitud de la Meseta y la llama del camping-gas calienta mis manos.

Me costó encenderla. Hoy no hay fuente, así que debo racionalizar las dos botellas de agua. Me ducho con 33 centilitros, remuevo la pasta sin parar, me enguajo una sola vez la boca, friego sin repasar los bordes. Dentro del viaje se van construyendo pequeños retos improvisados. Cada vez necesito menos. Cada vez necesito más.

Vivimos como si creyéramos que vamos a hacerlo eternamente, y el tiempo nunca vuelve, continúa Séneca. La noche en Serranillos me volvió invulnerable. En todas mis aventuras la pregunta más recurrente de la gente es si no tengo miedo.

Nunca me planteo que me pueda suceder algo, actúo sin elucubrar, sin medir mucho. Es peligroso sentirse inmune, pero a la vez inspira y contagia. Cuando me hacen esa pregunta, solo devuelvo la interrogación. ¿Miedo de qué? ¿Qué me puede pasar? Y dejo que sean ellos quienes fabriquen el escenario catastrófico, un escenario que jamás se traslada a mi cabeza.

Lanzo el saco, lo sitúo en la ladera y me quedo bocarriba mirando el cielo, que hoy parece borracho. La vida cambia deprisa, la vida cambia en un instante, te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba, comienza Joan Didion su libro tras la muerte imprevista de su marido.

Mientras ceno en la cima de Peñanegra, a 1.919 metros de altura, no imagino que nada pueda cambiar a las cinco de la madrugada, justo cuando me despierto pensando que está amaneciendo, sin sospechar que quizá sea el instinto de supervivencia lo que ha alterado mi sueño, una oportunidad que me ofrece mi mente pero que yo desdeño.

Noto las primeras gotas en el saco, pero sigo a lo mío, haciéndome el valiente, pensando que puedo aguantar, que no es motivo para montar rápidamente la tienda, que cómo puedo ser tan alarmista. Disfruta de este momento, hombre, si a ti te encanta la lluvia, eres de los que viviría en invierno tras un cristal viendo caer un vendaval. Si sales al balcón para oler a tierra mojada, te gusta que te entre frío en la habitación y duermes hasta noviembre con la ventana abierta.

Las gotas se convierten el diluvio. He puesto a mi cuerpo al límite infinidad de veces, pero siempre he dependido de mí, no he llegado a perder el control. Eran esfuerzos que yo mismo me imponía.

¿Qué vas a hacer ahora, en mitad de este temporal? Corro. Cojo el saco y la esterilla y corro. Quizá cien metros, doscientos, no sé. No sé si se me hace corto o infinito, si estoy dibujando una solución o mi mente está bloqueada, si esto es por fin el miedo.

Corro hasta un cobertizo y creo que estoy a salvo, pero el viento es tan fuerte que lo cubre todo de agua, la estampa en mi cara con virulencia, en mi ropa, en el saco, en la esterilla, que se empapan. Debajo de una mesa me hago un ovillo. Trato de darme calor con el aliento. No sé qué más hacer.

La montaña me está poniendo en mi sitio. ¿Esto también lo vas a contar? Por favor, que amanezca.

No sé cuánto tiempo duró la tormenta. Por primera vez me planteé un escenario ficticio. ¿Y si no hubiera estado el cobertizo? No sé si fue media hora o noventa minutos. Cada vez que movía las piernas notaba el agua dentro del saco. Aún puedo tocar la humedad. El viento aterraba y solo se me venía una palabra a la cabeza: hipotermia. No te puede dar una hipotermia, me repetía. Y exhalaba con más fuerza.

No, no diría que fue miedo. Era una inquietud disfrazada de miedo. ¿Qué es el miedo? ¿Cómo sé cuándo llega? ¿Fue eso?

Aún hoy, desde la comodidad de mi escritorio, me pregunto por qué en aquel instante de tensión, cuando no veía ninguna salida, saqué el móvil y empecé a grabar. Grabé la oscuridad, la más absoluta oscuridad, porque no se veía nada más, solo negro, negro y una tempestad que me taladraba todo el cuerpo, pero que por algún motivo quise capturar, y que al día siguiente borraría.