Se diría que la figura de Benito Pérez Galdós (Las Palmas, 1843 - Madrid, 1920) nunca ha acabado de encontrar su lugar en el canon. Aunque algunos se empeñen en ponerlo un escalón más abajo de Cervantes. Ni siquiera este año en el que se ha celebrado el centenario de su muerte ha habido un consenso respecto a su valía. Se le percibe antiguo y polvoriento, vinculado a lejanas lecturas del bachillerato o (con más alegría) a aquellos verdes billetes de mil pesetas donde campaba su retrato, el que le hizo Sorolla. Su realismo apenas presenta el menor atisbo de la modernidad que ya se estaba cociendo en sus últimos años. Y en la comparativa con Dickens, Balzac, e incluso Zola -con el que tiene muchos más puntos de contacto en su vocación social-, se queda siempre un poco rezagado en el palmarés, demasiado anclado en lo decimonónico.

En el otro plato de la balanza de su valoración figura su ingente trabajo, su pulso vivo para la narración, la construcción detallada, con todos sus estratos, de un mundo completo tan burgués como miserable. No hay más que leer sus novelas para tener una idea precisa y clara de cómo era el Madrid del XIX (menos trascendente que los Moscú y San Petersburgo de Tolstói, menos dramático que el París de Balzac). Pero eso no basta. La verdadera prueba del algodón de Galdós es que desde que echó a andar con éxito en sus primeras novelas nunca ha abandonado las librerías, nunca ha sufrido el limbo de los lectores, ni siquiera en los tiempos en los que la crítica Generación del 98 o los modernos de los 60, con Juan Benet a la cabeza, echaban pestes contra él. Galdós siempre ha estado ahí. Es, por decirlo, con expresión manida, adictivo.

Y así lo debieron considerar García Lorca (que lo leía a escondidas) o Luis Buñuel, que lo admiraba -«Galdós novelista es con frecuencia comparable a Dostoievski. Pero, ¿quién lo conoce fuera de España?», escribió en sus memorias-, aunque en sus dos adaptaciones, Tristana y Nazarín, accedió a poner el nombre de Galdós en los créditos a regañadientes aduciendo que aquello era tan personal que no merecía la pena hacerlo.

DEUDA DE SANTIAGO LORENZO / En fin. Lo cierto es que Galdós sigue vivo aunque solo sea por el reconocimiento de buena parte de la literatura realista que se escribe hoy, desde Almudena Grandes hasta Luis Landero (dos de los más vendidos en la actualidad, por cierto) sin olvidar la deuda confesa de Santiago Lorenzo, cuyas novelas no se entenderían sin Galdós. El centenario galdosiano también ha participado de estos desencuentros y valoraciones encontradas. Apenas tres meses después de su pistoletazo de salida, el covid ha obligado a suspender buena parte de las actividades programadas.

Con todo, las librerías están bien surtidas de sus libros, aunque apenas sea una pequeña parte de la ingente producción del autor, cifrada en sus 32 novelas -entre ellas, la oceánica Fortunata y Jacinta-, las 46 integradas en los Episodios Nacionales y una quincena de textos teatrales. En el cenit del año galdosiano -con tanta miseria y males que lo es en un sentido muy amplio- ha aparecido Galdós (Tusquets), la biografía que acaba de publicarse, obra de la catedrática Yolanda Arencibia, ganadora del Premio Comillas, quien ha dedicado toda una vida al estudio de su figura. Una biografía definitiva que, a diferencia de trabajos anteriores, se propone poner en relación la exuberancia de la obra literaria de Galdós con la casi insignificancia de su vida. El retrato que presenta Yolanda Arencibia de Don Benito -así lo llama con veneración, como buena galdosiana- tiene pocas aristas. Pero ahí están también sus claroscuros. Es el de un tipo introvertido, algo manirroto y por lo tanto muy generoso, solterón pasivo, poco brillante en las artes sociales aunque guapo (ligaba mucho pero nunca con intenciones matrimoniales) y con inquietudes políticas de reforma social que en su época le reportaron no pocos enemigos.

UN TIPO SENCILLO / Buena parte de la crítica de la intelligentzia de su época se debe en palabras de Arencibia a su personalidad sencilla: «No era un aristócrata, ni un ciudadano particularmente destacado, sino un chico de provincias que llegó de una isla lejana, porque entonces Canarias estaba muy más lejos que hoy, y que se fue imponiendo por su impresionante capacidad de crear. Nunca fue un hombre que persiguiera los aplausos». También le afectó su retraimiento y el hecho de que se resistiera siempre a hablar de sí mismo. «Y cuando la gente no sabe, lo que hace es inventar, por eso corren tantas falsedades sobre Don Benito». Arencibia aventura una causa de su proverbial timidez: «Creo que no le gustaba hablar en público porque se avergonzaba de su acento canario que, a pesar de llegar a Madrid con 19 años, no perdió nunca. Cuando llegó al Senado se encontró con grandes personalidades de la oratoria, algo consustancial a la política de entonces. Ahora se concibe un político que no sepa hablar, pero entonces, no».

LAS MUJERES / El tema de Pérez Galdós y las mujeres tiene también un lugar destacado en el relato. Y no pocas son sus contradicciones. En sus novelas, las mujeres son de fuerte carácter, magnificamente dibujadas, y se transmiten en sus páginas ideas de progreso para ellas. Pero en lo personal, el autor nunca se casó y permaneció al cuidado de sus hermanas y su cuñada, que sustituyeron a una madre dominante, pero tuvo innumerables amantes que, eso sí, no traspasaron un estatus clandestino. Una de ellas, la inestable Concha Morell, se atrevió a presentarse a las decentes hermanas de Galdós cuando este no estaba para expresarles sus quejas y él se ofendió muchísimo. También tuvo una hija con Lorenza Cobian, una campesina casi analfabeta, a quien solo a la muerte de su madre reconoció. «!Ese tema de los hijos naturales recorre toda la literatura de Galdós y a él le preocupaba muchísimo!», matiza Arencibia, que se lo perdona todo a Don Benito. «Porque no está bien juzgar a las figuras históricas con criterios actuales», apunta.

«MIQUIÑO» / La relación más igualitaria del autor fue, es sabido, con Emilia Pardo Bazán, que lo llamaba miquiño (pequeñín) y otras lindezas en sus cartas. «Él fue un amante devoto, pero quizá al final de su relación se asustó un poco porque la condesa era demasiado vehemente. Además, eran los dos muy conocidos y llevar una relación oculta, muy complicado», explica Arencibia. Más desencuentro. Fue candidato al Nobel en tres ocasiones antes de la primera guerra mundial, pero las tres veces la derecha ultracatólica, enemiga acérrima del escritor y partidaria de Menéndez Pidal, se interpuso, causándole una de las grandes amarguras del final de su vida.

La última se la regaló Valle a título póstumo cuatro años después de su muerte cuando Dorio de Gadex, uno de los hiperbólicos de Luces de Bohemia, se refiere a él como «Benito, el garbancero», un epíteto malintencionado que le acompañaría en la posteridad. Arencibia salta burlona: «Bueno, a Don Benito le gustaban mucho los garbanzos y la comida casera. ¿Hay algún mal en ello?».