Me despierta un aspersor. Parece tímido y muevo ligeramente el saco, sin intuir que a los minutos se activarán otros. No se libra ni una sola bolsa de las alforjas. Las lecciones se suceden cada día: He de guardar todo el equipaje cada noche. No me importa ponerme la ropa mojada, pero a las siete de la mañana aún hace fresco y para colmo el inicio de la etapa es bajada. Pronto añoraré este escalofrío en los brazos, pese a que he aprendido a no añorar. Durante un tiempo deseaba lo que no tenía; ahora pido que no acabe este momento. Es una pena ser consciente de la felicidad solo cuando se mira atrás y no en el mismo instante.

Entro en un bar de Garlitos que no tiene nombre. Un hombre se toma un botellín mientras observa un debate político en la televisión. Son las nueve de la mañana. Apenas hay luces encendidas. Tardan en atenderme, pese a que no hay nadie más. Un descafeinado de máquina. No tengo.

Hace siete años visité este mismo pueblo con dos amigos. Al día siguiente dejé a mi novia. No reconozco una sola calle, pero la penumbra del bar me aflige. Necesito un poco de distracción.

Julián, Inocente y Plácido tienen el mismo apellido. Los Rodríguez. Solo Alfonso Serrano desentona. Toman el aire en el mirador de Risco, frente al embalse de La Serena. Justifican que esté tan seco porque le da agua al de Orellana. Presumen de que es el segundo más grande de Europa.

Apenas estoy avanzando hoy. En Sancti Spiritus, un señor sentado en una silla de madera custodia la tienda de alimentación y ordena la cola, aunque lo máximo que se juntan son dos personas. ¿Sigo por Siruela o por Puebla de Alcocer? ¡Por Puebla! Parece que le hubiera ofendido la pregunta. Vas a pasar por la segunda glorieta más grande de Europa. De nuevo Extremadura se queda a las puertas del cielo.

Julián, Inocente, Plácido y Alfonso. JOSÉ JUAN LUQUE

Atravesar La Siberia es como adentrarse en un desierto con pequeños oasis. No podría decirle a nadie que hiciera este viaje conmigo. Tienes que amar esto para que no te importe pedalear por aquí el 3 de julio. Llego sin parar a Puerto Peña, un poblado casi abandonado, y me digo que ya está bien, que este pedazo de césped con aspersores es suficiente para comer. ¿Por qué intento engañarme? Esto no es atractivo, no seas vago. ¿Ahora te da pereza subir esos dos kilómetros? Es inadmisible que te conformes con esto.

Me convenzo de que debo continuar y en lo alto de la presa me encuentro una playa. Hay que buscar siempre. Como, leo y nado hasta mitad del pantano, me relajo en el agua, me hago el muerto, dejo que el sol se estampe en mi cara, me deleito en la inmensidad que me cubre. Es mediodía y parece que ya haya vivido varios días. Cada vez que me meto en el agua es como si me renovara por completo y volviera a empezar lleno de energía.

Escribo estas líneas mojado. Podría quedarme aquí toda la tarde, y la noche, pero me puede la curiosidad de saber qué vendrá. Si mis relaciones son bucles, mis viajes también: Descubro, exprimo, me voy, por lo general en el instante más alto. Debe haber alguna sustancia en mi organismo que siempre me pide más. Sé enamorarme y desenamorarse muy fácilmente.

Termino la tarde por una estrecha carretera que bordea el embalse y antes de llegar a Valdecaballeros me detengo en una casa, intuyendo que puede pasar algo. Y lo que sucede es que cae la primera botella de vino.