¿Deberíamos haber vivido de un modo distinto? Quizá en la universidad perdí mucho tiempo, pero creo que eso fue mi adolescencia, ese periodo de descontrol e irracionalidad. Ni siquiera me hacía muchas preguntas. Supongo que me llegó el momento más tarde. Hace años que no cambiaría un solo mes de mi vida, ni una decisión.

¿Estamos con la persona adecuada? Pasión, ternura y aburrimiento. Las tres etapas de una relación, según Beigbeder. Solo me sostengo en la primera. No sé gestionar el resto. Debería ir con más calma.

Me despiertan los pasos de unas vecinas madrugadoras de Pozoblanco. Me da vergüenza que me vean dormir en este banco. Unas horas antes temí al insomnio, pero si lo vencí, diría que puedo dormir encima de una piedra. La clave es llegar exhausto al final del día. No solo físicamente. La cabeza no para de funcionar encima de la bici.

Angelita y Encarnación se sientan debajo de un olivo a las afueras de Pedroche. A ver pasar, ríen. Mañana vamos a tener que traernos agua. Recorren cuatro kilómetros todas las mañanas. Quedan aquí a las siete, y aquí reposan, una hora después. Me citan al nieto. Ha sido trasplantado y decía que haría el camino de Santiago, pero por suerte hace tiempo que no habla de ello. ¿Y vas solo? Sí. ¿Y si te pones malo, qué haces? Mándanos las fotos al ayuntamiento, que sepamos que has llegado bien.

Cada vez adoro más el café. Una hora y media después de salir encuentro el primer bar abierto, Los Mellizos, en Torrecampo. Francisco Romero mata las horas viendo cualquier carrera ciclista, así que cuando ve mi maillot amarillo de Reynold, me habla de Perico Delgado, del Tour, de las Clásicas. No coge la bici porque en su tiempo libre prefiere dormir. Uno de mis amigos era igual. Me enfadaba mucho. He decidido que no voy a molestarme más.

Entro en la provincia de Ciudad Real. Siempre me hago una foto con el cartel verde que anuncia el inicio de un nuevo territorio. Es un momento cumbre. Señal de avance. Voy superando fases. Me aguanta la pasión.

Encarnación y Angelita se interesean como si fueran mi madre. JOSÉ JUAN LUQUE

Me preparo para cocinar en los merenderos del río Guadalmez, por fin algo de sombra y agua, tras la travesía por la Sierra Madroño y el Valle de Alcudia, pero Fernando Carrasco no lo permite. El coronavirus le ha destrozado su bar, situado en la piscina del pueblo, donde un pájaro muerto flota junto a un ramillete de hojas. El agua está verde y no cubre ni la mitad de la pared. El alcalde dice que si la limpia los críos se cuelan por la noche borrachos. La piscina no se abrirá este verano, pero Fernando, además de hervirme la pasta y ofrecerme pan y cerveza, la abre para que me duche y me tumbe en el césped durante la siesta. Aprovecho para lavar la ropa, mientras su mujer no para de preguntar. ¿Y tu familia? ¿No tienes novia, no? Hijos, menos. Ella tiene dos. Al chico le cuesta comer y el mayor no quiere salir en la foto.

Cada vez que digo que voy a Capilla por la CR-4145 la gente de Guadalmez resopla. Como metas la rueda en uno de los socavones, no la sacas. Nunca han visto así de seco el embalse de La Serena. El merendero donde acampo tiene todo: fuente, césped y bar. A las once el dueño me dice que lo siente, pero que tiene que apagar las luces. ¡Por supuesto, estaba deseando! Impacta el apagón. Quedan la luna y las farolas de Capilla en lo alto del peñón, en miniatura, y los ojos de dos gatos en la oscuridad, entre las sombras que dan los árboles. No paran de moverse. Hay una ermita que a la luz de mi foco se vuelve tétrica. El viento mueve con fuerza las ramas y no sé si será excesivo dormir a la intemperie. Me siento desprotegido, pero he pasado tanto calor durante el día que quiero aire en la cara.

Aparecen los ojos de un tercer gato. Me quedo mirándolo. De nuevo creo que no voy a ser capaz de dormirme.