Ficha del festejo:

Ganado: Seis toros de Hermanos García Jiménez (el 6º con el hierro de Olga Jiménez), de justa presencia y poco cuajo, aunque con aparato y seriedad en las cabezas. De juego dispar, la mayoría estuvieron faltos de raza y fuerzas, a excepción del tercero, bravo. Quinto y sexto resultaron manejables.

Morante de la Puebla: pinchazo y estocada corta desprendida (ovación); dos pinchazos y estocada baja trasera (oreja).

Juan Ortega: pinchazo y descabello (silencio); dos pinchazos y estocada tendida (silencio).

Tomás Rufo: pinchazo y estocada trasera (ovación); estocada desprendida y tres descabellos (silencio).

Cuadrillas: Sergio Blasco y Fernando Sánchez saludaron en banderillas. En la brega destacó José Antonio Carretero, que se retiró del toreo activo y al que se hija cortó la coleta en el ruedo al final del festejo.

Plaza: Primer festejo de la feria de San Miguel en La Maestranza de Sevilla, con casi lleno -unos 12.000 espectadores- en tarde calurosa.

La Maestranza de Sevilla volvió a apasionarse este viernes con Morante de la Puebla, el veterano artista que llenó la tarde de la más pura y absoluta entrega ante un lote de escasísimas opciones, pero del que, aun así, sacó momentos de toreo auténticamente memorables.

Paseó el genio de la Puebla solo una oreja, que en este caso es absolutamente lo de menos, solo que el detalle cobra su auténtico valor si se tiene en cuenta que lo hizo después de dos pinchazos y una estocada defectuosa. Pero, en realidad, todo el peso de ese anecdótico trofeo se basó en todo lo que sucedió antes, en un auténtico alarde de eso que el gran escritor taurino Pepe Alameda llamó «la apasionada entrega», y de la que Morante es uno de los más señalados representantes de la historia del toreo. Y lo curioso es que nadie podía ni imaginarlo cuando salió a la arena ese cuarto toro y dio muestras, en el descoordinado escorzo del primer capotazo, de estar seriamente lesionado, aunque el presidente no quisiera devolverlo a los corrales.

Pero, entre sus muchas virtudes taurinas, Morante atesora también la de la sorpresa, la de ver toro donde no lo ve nadie, la de sacar de su montera, como de la chistera de un mago, un catálogo de recursos capaz de conseguir lo que parece imposible.

Ya después de que lo picaran, cuando el de García Jiménez gazapeaba dubitativo por los medios, el artista sevillano fue a su encuentro para arrebatarle, sin una sola sombra de duda, cuatro toreadísimas chicuelinas, muy «caministas», que evidenciaron la exclusiva fe del toreo en las posibilidades del animal.

Y lo cierto es que eran muy pocas, pues al animal le costaba emplearse, con apenas media arrancada sin celo ni empuje. Solo que con ese contrato de mínimos se bastó Morante para cuajar una auténtica obra de arte, de profunda emoción, en la que puso el más alto porcentaje para el éxito.

La clave fue una entrega total, en la manera de colocarse ante los pitones, la más sincera; en la manera de presentar la muleta con la máxima pureza; en el férreo y más autentico valor para esperar la lenta y adormecida arrancada y, además, pasársela por las femorales a velocidad de caracol, ceñídisima y siempre hacia adentro.

No podía ser, ni lo fue, una faena al uso, con métrica habitual de la ligazón de los pases, pero sí fue redonda en intensidad, en verdad, en pasión, incluso al natural, por donde el toro amenazó con colarse y prenderle, pero por donde también acabó rendido a la evidencia morantista, a la fe absoluta de este torero en sus irrepetibles dotes para el toreo.

Variado también, lo mismo en el toreo fundamental que en los adornos, en el complejo toreo a dos manos, en los cambios por la espalda, en los remates, inspirado en la misma trinchera, Morante volvió a poner boca abajo la Maestranza, y eso está muy por encima de peludos y sangrantes trofeos, de más o de menos.

Porque ya a su primero le aprovechó el escaso fondo, apenas un suspiro, para cuajarle media docena larga de verónicas mecidas, de una suavidad exquisita y a ritmo de paso de palio, antes de hacer un despliegue técnico, como virtuoso que también es, para sacar a flote lo poco que le quedó al de García Jiménez.

De la lidia de los otros cuatro toros quedará poca memoria, en tanto que Juan Ortega, con un, solo aparentemente, complejo quinto, y Tomás Rufo, con el bravo tercero y el más que manejable sexto, no terminaron de pasar esa invisible raya que separa el simple oficio defensivo de esa renuncia a todo que exige el toreo más hondo e intenso. Ese toreo trascendente, ese auténtico arte en el límite, del que Morante volvió a ofrecer este viernes una nueva revelación. Ese toreo que ya no alentará con su brega magistral un José Antonio Carretero, que dejó sus lágrimas sobre el albero cuando su hija pequeña le cortó la coleta para los restos.