Aquel 23 de mayo de 1991 Córdoba fue la capital de España. En un país que se desayunaba con las últimas encuestas sobre las inminentes elecciones municipales, y la crónica de la segunda salida consecutiva a hombros por la puerta grande de Las Ventas de un casi desconocido César Rincón («De Madrid al cielo»), todos los ojos miraban a la ciudad de los califas. Fiel cumplidora con una promesa que renueva de cuando en vez, Córdoba acudía puntual a su cita con la historia, elevando a uno de los suyos a una dignidad que nadie definiera mejor que Alfredo Marquerie en el madrileño restaurante Lhardy, allá por el invierno de 1944, durante el homenaje de los intelectuales de la época a Manuel Rodríguez Manolete: «¡Qué gloria ser de Córdoba y torero!».

La profecía debía cumplirse a una hora tan poco taurina como las siete y cuarto de la tarde. Todos menos el reloj de la plaza --detenido un par de horas antes en una metáfora reivindicativa de las lorquianas cinco en punto de la tarde-- querían ser testigos de esa leyenda no escrita según la cual Córdoba, cada treinta años, recupera el cetro del toreo. Un joven que frisaba los veinte, nacido en el remoto barrio cordobés de Sabadell, entraba en la historia de Córdoba y del toreo, aunque… ¿acaso no son la misma cosa? Los fastos del 92 se adelantaron un año en nuestra ciudad, y mientras unos y otros depositaban sus esperanzas en oropeles olímpicos y exposiciones de derroche universal, aquí hablábamos de lo verdaderamente importante; de que una tarde de la Feria de Nuestra Señora de la Salud en el coso de Los Califas, uno de los nuestros, Juan Serrano Pineda Finito de Córdoba, tomaba la alternativa.

Pocas veces en mi vida he sido objeto de envidia, pero aún recuerdo con satisfacción ese «¡Qué cabrón! Tienes entrada para el jueves» que me espetó Antonio, mi amigo y compañero de COU, a quien un ineficaz galanteo por los cacharritos de la calle del Infierno le llevó a dilapidar las mil pesetas reservadas para una de las últimas gradas de sol puestas a la venta. Por aquel entonces no todos en mi curso eran aficionados a los toros, y hubo quien prefirió dedicar su tiempo a los inminentes exámenes de Selectividad; son los mismos que hoy, treinta años después y con una magnífica nota que les abrió las puertas de la Universidad, se arrepienten de su elección cuando en los reencuentros de antiguos alumnos asisten, silentes y frustrados, a la eterna discusión sobre si fue mejor la tarde de la lluvia en Madrid o el indulto de Tabernero.

Con una entrada en el bolsillo

Nunca he vuelto a sentirme tan importante como aquel mayo de 1991, cuando tener diecisiete años y una entrada en el bolsillo para la alternativa de Finito de Córdoba eran palabras mayores. Como el lejano desierto del recinto ferial de El Arenal todavía era solo una amenaza, pude escaparme la noche anterior a la feria, donde los ecos de la suspensión de la corrida de esa tarde (los veterinarios rechazaron hasta ¡ veintidós! toros) dejaban paso a rumores que cuestionaban la celebración del festejo del día siguiente por falta de toros aprobados. «No hay cojones», decía exaltado mi amigo Álvaro apostado en la barra de la caseta del Círculo de la Amistad, a la par que negaba con una sonrisa delatora haber dormido en una tienda de campaña en el umbral de las taquillas de la plaza de toros para conseguir dos tendidos bajos del seis. De regreso a casa, crucé una última mirada furtiva con el futuro toricantano. De salmón y oro, con el capote de paseo sobre el hombro izquierdo y bajo los arcos de la Mezquita, Finito me miraba desde ese cartel anunciador de la feria taurina que no pude arrancar de aquella farola la madrugada en que me equivoqué al pensar que la Policía Local solo multaba por infracciones de tráfico. «Suerte, maestro. Mañana nos vemos», me despedí.

Finito, Ojeda y Cepeda hacen el paseíllo con la plaza abarrotada en una tarde de "no hay billetes". FRAMAR

El esperado debut

El debut de Finito de Córdoba en la plaza de Córdoba, allá por el año 1988, supuso que cotizara al alza ser empresario del coso de Los Califas. Desde la fallida corrida mixta con Curro Romero y Julio Aparicio que principiaba la feria de 1989, la presencia de Finito en el abono cordobés había convertido la plaza en una sucursal del Banco de España. El motor económico de la ciudad se engrasaba en Gran Vía Parque, y hasta hubo que desempolvar el viejo cartel de «no hay billetes» arrinconado desde hacía años en un cajón de contaduría. Como ese otro 23 de mayo, el de 1990, cuando descubrimos lo cierto de que en la plaza cabían 16.900 espectadores, y que en un quite por chicuelinas no solo se pueden parar los relojes, sino también atrasarlos. «¿ Ya no te acuerdas, mamá? Fue la tarde del primer mano a mano con Chiquilín; el de la bronca al palco en el quinto y las cuatro vueltas al ruedo acompañado del mayoral; el mismo día que me reñiste en la puerta del Meliá cuando le dije a aquel asombrado guiri que en Andalucía, por primavera, a los dioses los paseamos a hombros por las calles».

Aquella Navidad, el día de la lotería, el gordo le tocó a una empresa malagueña. Un veintidós de diciembre la sociedad propietaria de la plaza de toros anunciaba que Martín Gálvez, SA era la elegida entre siete ofertantes para gestionar el coso de Los Califas durante los próximos tres años. Dieciséis millones de pesetas anuales de canon de arrendamiento se antojaban una ganga si el ansiado «que tomará la alternativa» se imprimía en los carteles. La tarea no iba a resultar fácil. A la vuelta de la esquina acechaba un inquieto empresario francés empeñado en convertir --a golpe de talonario-- las Arenas de Nimes en el escenario de las citas con la historia. La reciente alternativa en el anfiteatro romano de Jesulín de Ubrique --y las proyectadas de otras figuras de la novillería como Manuel Caballero y Antonio Borrero Chamaco-- convertían a la ciudad francesa en la principal candidata para albergar el doctorado de Finito. Los bistrós nimeños hacían acopio de tinto y casera, y Pierre --el chef de Le Menestrel-- intentaba cogerle el punto al salmorejo. El tradicional apego al terruño del cordobés había dejado paso a un nomadismo inaudito, y los Pirineos no suponían una frontera infranqueable para unos aficionados que cada fin de semana mejoraban la cuenta de resultados de Campsa y Renfe. Finalmente, a principios de febrero de aquel año, la nueva empresa anunciaba la alternativa de Finito en el coso de Los Califas, porque los ceros de más en los cheques no siempre vencen voluntades.

Los carteles

Doce espectáculos adornaban el cartel de feria. Seis corridas de toros, una de rejones, dos novilladas con picadores, otra sin caballos, la añorada becerrada homenaje a la mujer cordobesa y el bombero torero con sus grandiosos enanitos conformaban un ciclo desconocido por su extensión hasta entonces. Calculadora en mano, familias enteras escrutaban precios, fechas y hasta el saldo en el banco. La Caja de Ahorros cordobesa promocionó con éxito arrollador entre sus clientes la adquisición de abonos para la feria, y alcanzada la cifra de seis mil abonados, las entradas para la alternativa se convirtieron en un indisimulado objeto de deseo. «Una entrada para el veintitrés, papá. ¡Qué otra cosa puedo querer este año por mi cumpleaños!». Quizás ya no hubiera que vender el colchón para comprar la entrada como antaño, pero para adquirirla algunos durmieron en uno en la puerta de la taquilla la noche previa a su apertura. La reventa hizo su agosto en mayo, y treinta años después Ricardito el monosabio sigue circulando en un Ford Fiesta que compró de segunda mano con las dos barreras de sombra que le colocó a un notario madrileño y su querida.

El ya matador de toros torea con el capote a ‘Desganado’, su segundo enemigo. FRANCISCO GONZÁLEZ

La terna

Mucho se había especulado acerca de la composición del cartel de la alternativa. Que si sé de buena tinta que reaparece Manuel Benítez El Cordobés; que dicen por Sevilla que Curro Romero se deja querer; o que al torero le gustaría que fuera José María Manzanares («yo que no fumo, veía a Manzanares fumar y me entraban ganas de hacerlo», diría años después Finito en la mejor definición que pueda hacerse de la torería del maestro alicantino). Por el contrario, ninguna duda planteaba la elección de la ganadería a lidiar – Torrestrella– en justo agradecimiento al insigne caballero don Álvaro Domecq y Díez, coprotagonista de muchas tardes de triunfo, y que supo ver desde el principio las condiciones de ese tímido y educado adolescente que hacía tapia en Los Alburejos. Finalmente, el padrinazgo de alternativa recayó sobre Paco Ojeda, quién sabe si porque el destino quiso que diez años antes un imberbe Juan Serrano rozara su traje de luces en el patio de la Monumental de Barcelona aquel domingo en que, una vez más, dejó a su padre sin siesta para que le llevara a los toros. El cartel lo completaba Fernando Cepeda, excelso capotero sevillano que, al igual que Finito, era apoderado por Manuel Flores Cubero Camará, de quien decían que había negociado la alternativa, la corrida del sábado de feria y otra en otoño por cuarenta millones de pesetas. «Pocos me parecen», sentenciaron algunos.

El día esperado

A las siete y media de la mañana los primeros rayos de luz se cuelan por la ventana de la habitación número 306 del Hotel Meliá Córdoba, el hotel de los toreros, como reza su publicidad desacomplejada. Sobre la silla ha dormido el traje que Emilio --el maestro de los sastres taurinos-- terminó de coser con esmero en su madrileña sastrería de la calle Ave María. Un precioso blanco y oro en terciopelo con chorrillos largos y los remates en hilo de morilla que bien vale las cuatrocientas mil pesetas que ha costado. Hasta bien entrada la noche nadie pudo conciliar el sueño el día anterior porque en la plaza había «ruido de corrales». El equipo veterinario ha rechazado por falta de trapío tres toros de los enviados por el ganadero jerezano --uno de ellos que estaba reseñado inicialmente para la feria de Bilbao-- y a nadie le llega la camisa al cuello. Las recurrentes suspensiones de festejos que jalonan el historial de la plaza son precedentes próximos en el tiempo que no invitan al optimismo, pero la cordura y la amenaza de un altercado de orden público de dimensiones desconocidas se imponen, y la corrida se remienda con dos toros del Marqués de Ruchena. A las doce del mediodía, Infundioso, Chismoso, Tombolero, Desconocido, Cangrejero y Desganado eran enlotados y sorteados. Alea iacta est. Tiempo después supimos de la negativa de José Luis Marca --apoderado de Paco Ojeda-- de respetar la tradición de dejar elegir el toro de la alternativa al toricantano. La fortuna quiso que Infundioso, el burraco marcado con el número 51 y 500 kilos, fuera el nombre que quedara grabado para siempre en las páginas del Cossío.

Finito se ajusta el capote de paseo el día de la alternativa. FRANCISCO GONZÁLEZ

Mientras, en el hotel, todos rezuman nerviosismo menos Finito, al que miran atónitos al oírle decir que se va a la calle a comprar unos zapatos. A la vuelta, una crema de espárragos, un solomillo y un helado de vainilla echan por tierra el mito de que el miedo rebaja el apetito los días de corrida. Un calor sofocante se va apoderando de la ciudad, pero dos horas antes de la corrida ya se arremolina una multitud en las proximidades de la plaza. A la misma hora, en esa habitación 306, los recuerdos se amontonan. A la mente de Finito vienen las tardes de toreo de salón en el bosque de Can Deu, bajo el plomizo cielo de Sabadell; aquel saco que puso en sus manos el padre de Curro Bedoya para demostrarle que él había nacido para torear a pie; o la ilusión de aquella primera tarde en Barberá del Vallés cuando le anunciaban como Juanito Serrano. Recuerda los concursos en Isla Fantasía, el parque de atracciones más taurino que conociera el mundo; la rabia al verse descalificado el primer año en que participó en su certamen de futuras promesas del toreo; y las ciento veinticinco mil pesetas ganadas al siguiente, inmediatamente invertidas en capotes y muletas. Rememora los miles de kilómetros recorridos junto a su padre en busca de un tentadero en donde pegar apenas un par de lances; la rabia de ver dar puerta a esa becerra a la que «seguro que le hubiera sacado pases, papá»; la severa sentencia del «que salga otro» que oyó de boca de ese ganadero impaciente; y las primeras noches, ya instalado en la casa de sus tíos en Córdoba, alejado de su familia. Evoca Santiponce, y Córdoba, y Marbella, y aquel día de Santa Ana en Valencia cuando Vicente Zabala escribió aquello de «llevan en volandas por las calles a un chaval de Córdoba, apenas un adolescente, que viene con un toreo preñado de clasicismo, que desprende un aroma a perfume caro, con una forma de torear que llega al corazón». Un extraño hormigueo recorre su muslo derecho cuando se traslada a la tarde de Málaga en la que uno de Cebada Gago le partió el muslo al entrar a matar, pero pronto desaparece al creer sentir el tacto del rabo cortado al novillo de la reaparición en Mérida. Y oye los sones de Nerva la mañana lluviosa en que la Maestranza se dejó de pegos; y se ve aplaudiendo la póstuma vuelta al ruedo de Aguaverde, el novillo de Santiago Domecq al que le cortó el rabo en la Monumental de Barcelona, la misma tarde en que se oyó desde el tendido un «Nen, visca la mare que et va parir; ets el rei de la Monumental». Un «es la hora, Juan» lo saca de sus pensamientos. Un hombre comienza a vestirse para hacer realidad su sueño. Se aproxima el momento de su reencuentro más esperado con las gradas de Los Califas, que le aguardan con expectación.

El sueño hecho realidad

A las seis y media la puerta del hotel es un hervidero. Buscadores de una entrada perdida, reventas, cámaras de televisión, gitanas con ramitas de romero, curiosos, carteristas, feriantes y aficionados de clavel y cubata, a los que espera el chófer para llevarles a la plaza, se agolpan en un hall que, a duras penas, cruza el torero escoltado por su cuadrilla. En apenas diez minutos, tras sortear el inmenso atasco de tráfico en el que se halla sumida la ciudad, las puertas del patio de cuadrillas se cierran tras cruzar su dintel quien, en pocos minutos, será investido como el séptimo matador que toma la alternativa en la plaza de Los Califas. Agustín Castellano El Puri, Antonio Sánchez Fuentes, Fernando Tortosa, Florencio Casado El Hencho, Agustín Parra Vargas Parrita y Fermín Vioque le precedieron en tal honor. En la capilla coincide con Fernando Cepeda, de caña y oro, quien apenas musita un «suerte, Juan; es tu día». A la salida, Paco Ojeda, vestido con un gris perla y oro con remates negros, apremia para liarse el capote de paseo. Cumpliendo la tradición, con los sones del pasodoble Manolete (compuesto por Pedro Orozco y José Ramos) se abre el portón. «Finito, vamos a abrirla», reza una pancarta situada encima de la puerta grande, la de Los Califas.

Infundioso está en el ruedo. Un burraco que, por tipo y capa, no es el toro soñado para una alternativa. Ya desde la salida se muestra incierto, echa las manos por delante y se cuela al segundo lance. «No le pegues mucho, José», le dicen al picador antes de un primer encuentro del que el toro sale suelto frustrando un quite que no pasa de esbozo. Con más alegría entra al caballo en la segunda vara, pero en banderillas se muestra probón y espera a los rehileteros en cada encuentro. Suena el clarín. Es la hora.

No tuvo fortuna Finito con su lote en la alternativa. En la imagen, el torero aguarda que den la puntilla al toro de su alternativa. FRANCISCO GONZÁLEZ

Son las siete y veinticinco minutos cuando se consuma la ceremonia. Junto a la raya de picar, frente al tendido dos, Paco Ojeda cede muleta y estoque a quien, ¡por fin!, es matador de toros. «Juan, te deseo al menos la misma suerte que yo he tenido; sigue adelante; arrímate y que nos veamos muchas tardes», son las palabras que, entre una atronadora ovación, el padrino dirige a su ahijado selladas con un sentido abrazo.

El ya matador, con la montera en la mano derecha, encamina sus pasos hacia el callejón a la altura del tendido uno, y subido en el estribo brinda el primer toro de su vida a Melitón, su padre. Con un «papá, sabes lo mucho que me ha costado llegar hasta aquí; hemos luchado tanto… No se me va a ir el tren», Finito resume una vida de esfuerzos y sacrificio. Un beso en la mejilla derecha rubrica un brindis para la íntima historia familiar. Infundioso espera junto al burladero de la segunda suerte. En los primeros doblones por bajo se corrobora la marcada tendencia a colarse por el pitón derecho que apuntó desde la salida. Apenas tiene recorrido por el izquierdo y pronto desarrolla sentido por ese pitón. La faena transcurre sin lucimiento posible. Un breve macheteo da paso a un pinchazo y media perpendicular, suficiente para que el toro se echara.

La cariñosa ovación con la que su público le premia no borra un rictus de amargura por una faena soñada que no fue. Un cierto desencanto se apodera de la plaza.

Por aquello de que la condescendencia está reñida con ser figura del toreo, Paco Ojeda sale a demostrar con su ejemplo ese «arrímate» que minutos antes le dedicara a Finito. Tras brindar al público, construye una faena plena de ligazón y mando en un palmo de terreno, ahormando la molesta embestida de la res hasta dominarla por ambos pitones. Media estocada tendida es suficiente para que doble el toro, los tendidos se llenen de pañuelos, y una oreja vaya al esportón del torero sanluqueño. No termina Fernando Cepeda de acoplarse con el tercero de la tarde. El cuarto –de la ganadería del Marqués de Ruchena– es devuelto a corrales por una manifiesta cojera. Idéntica suerte corre el sobrero –también de Ruchena--, lo que obliga a rescatar como segundo sobrero a uno de Torrestrella inicialmente rechazado por los veterinarios. Ya sea por justicia poética o ironía del destino, finalmente todos los toros lidiados llevan el hierro de D. Álvaro Domecq. «Se podían haber ahorrado los veterinarios el numerito de anoche», se oye por la grada del nueve. Ojeda maneja la capa con discreción, brinda el toro a Finito y, por cortesía, a Fernando Cepeda. Con la muleta no consigue acoplarse en las dos primeras tandas, a partir de las cuales explota el ojedismo en su máxima expresión. Sin enmendarse, sin despegar del albero las zapatillas, construye una faena donde a los pases de pecho suceden templados derechazos, y a estos circulares, y, finalmente, el parón. Tras dos pinchazos y media estocada se esfuman las opciones de triunfo. Mientras recoge una imponente ovación, Paco Ojeda no tiene por menos que recordar su parlamento en el brindis a sus compañeros: «Aquí estamos el cartel de los pinchaúvas». Recibe al quinto Cepeda con una sorpresiva --por infrecuente-- larga de rodillas, pero es Finito quien descubre al toro con un primoroso quite por verónicas, acaso para recordar qué día es hoy.

Finito es felicitado en la caseta de la feria de su peña tras la alternativa. A. J. GONZÁLEZ

Queda el sexto. Desganado, de 569 kilos, pisa el albero. Los casi diecisiete mil espectadores siguen anclados a la piedra en la creencia de que este sí. El bordado del canónico traje blanco y oro refulge bajo los focos que iluminan de forma tenue el ruedo. Pronto se hace presente Finito, y unos templados lances de recibo silencian a los agoreros. Un primer puyazo es el preludio de un quite primoroso que levanta pasiones de nuevo reverdecidas. Parean Antonio de la Rosa y El Coli. «Trae la montera, que este es para mi gente», ordena Finito a su hermano. Con paso firme se dirige a la boca de riego para brindar a Córdoba la lidia y muerte del segundo toro de su carrera, en una dedicatoria en la que subyace el agradecimiento por tantas tardes de inquebrantable apoyo. Saca al toro a los medios, le da distancia, y liga una primera serie con la muleta en la derecha que levanta a los más acérrimos de sus asientos. Una segunda serie muy templada por el mismo pitón deja a paso a otra llena de hondura rematada con un pase de pecho que acaba en el hombro contrario. La plaza estalla. Por el izquierdo Desganado hace honor a su nombre, y la faena toca a su fin. «Niño, ve preparando el pañuelo», ordena emocionado el abuelo a su nieto. Finito tiene las dos orejas en la mano y la llave de la puerta grande en prendida en el fajín, pero los tres pinchazos que anteceden a la estocada echan por tierra cualquier opción de triunfo. «No estaba cuadrado»; « mejor en otro terreno»; «en la suerte natural ayudan más los toros; «todavía se acuerda de lo de Málaga»... son los tópicos que resuenan por unos tendidos que enmudecen ante el estruendoso aplauso con el que el público recompensa al torero, animándolo insistentemente a dar una vuelta al ruedo que Finito rehúsa como queriendo pedir un injustificado perdón.

Hace ya 30 años

Cae la noche sobre Córdoba cuando los toreros abandonan el ruedo. Una multitud se agolpa junto a las furgonetas de los toreros junto a la puerta del patio de cuadrillas. Entre carreras y empujones, un niño de diez años se aferra a la mano de su padre. A duras penas consigue extender su mano y rozar el terciopelo de un traje blanco y oro con chorrillos largos y remates en hilo de morilla. Quién sabe si mañana le dirá a su madre que quiere ser torero.

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Todo esto sucedió hace treinta años. Cuando no había móviles, ni internet, ni Facebook; en un tiempo en que nuestro Twitter era llamar por teléfono a la Bodega Guzmán para saber si habían embestido los novillos en la plaza de Valladolid; cuando se nos pegaban las sábanas los lunes porque habíamos pasado la noche oyendo a Molés; en la época en que suspender matemáticas te costaba perderte el debut en Las Ventas; en torno al verano que dejaste de hablarle a Luis porque él era de Chiquilín; en los momentos en que reservabas trescientas pesetas de la paga porque aún quedaban gradas de estudiante en las taquillas de La Maestranza; el año que descubrimos que los Reyes Magos existían y habían dejado un capote junto al árbol; y aquella primavera en la que una becerra nos recordó que nunca seríamos figuras del toreo. Hace ya treinta años de cuando fuimos tan felices.

Y tuvo lugar bajo el pontificado de Juan Pablo II, siendo Rey de España Don Juan Carlos I. Y pasó en Córdoba, la ciudad de Rafael Molina Sánchez Lagartijo, Rafael Guerra Bejarano Guerrita, Rafael González Madrid Machaquito, Manuel Rodríguez Sánchez Manolete, Manuel Benítez Pérez El Cordobés y Juan Serrano Pineda Finito de Córdoba. Y fue un 23 de mayo de 1991, el día en que Córdoba fue la capital del España. Y yo estuve allí.