Ahora ha sido Algeciras. Poco público y poco toreo. Una cantinela tristemente cotidiana esta temporada y, si me apuran, los últimos años. Es lo que se está dando en llamar la crisis de la fiesta, que lejos de análisis derrotista es pura realidad. Una crisis por ausencia de ganado verdaderamente bravo, por falta de toreros que aporten diferencia en medio de tanto adocena- miento y, en consecuen- cia, por la huida de los tendidos de quien pasa por taquilla y sustenta el negocio. Una situación que, haciendo un ejercicio de simplificación, y aun sabiendo que la solución es tan fácil de formular como difícil de poner en pie, se arreglaría cuando toro y torero volvieran a emocionar, que además es lo que lleva al público a la plaza. Esa es la clave, que desde luego no es moco de pavo, pero sobre la cual quiero hoy pasar de puntillas. Porque establecida la base de la crisis y trazada la solución, me interesa detenerme en una consecuencia que me preocupa. La crisis se podrá superar --no sería la primera vez que ocurre a lo largo de la historia de la fiesta--, ¿pero habrá para entonces afición? Porque, ¿cuántos nuevos aficionados se están consiguiendo estas últimas temporadas? ¿Cuántos padres están alentando a sus hijos a que acudan a las plazas? ¿Qué pueden enseñarles en base al pobre espectáculo que contemplan? Y siendo esto así, para cuando la fiesta se levante y los aficionados viejos se hayan ido, ¿quién habrá en los tendidos que sepa de esto?