Yasmina siempre se negó a llorar. Nunca quiso darle el gusto a su maltratador. "Me puso una pistola en la cabeza cuando estaba embarazada mientras pegaba a mi hijo. Y yo denunciaba, pero sus amigos siempre se lo contaban, porque él era policía". Recuerda que, como agente, "sabía bien dónde pegar para hacer daño pero que no dejara marca, usaba un cinturón y un palo". Llegó a disparar en medio de una discusión.

Su marido es policía en El Salvador, y dos de sus cuatro hijos son fruto de violaciones. Cuando la encerró en casa solo pudo hacer una cosa: leer. "Entonces me di cuenta de que tenía que escapar como fuera, que yo no quería esa vida para mí ni para mis hijos". Unas amigas le ayudaron a sacar un billete para España y llegó sola; un año después consiguió convencer a su marido para traer a los niños. A día de hoy sigue recibiendo mensajes del maltratador: si la encuentra la va a matar.

Consuelo recibió la peor paliza de su marido el día que lo denunció. El Instituto de la Mujer de Colombia le aseguró que la avisarían para que pudiera marcharse, pero no lo hicieron. El papel llegó con los dos bajo el mismo techo. Días después metió las cosas de sus tres hijas en bolsas de basura y huyó.

Cuatro meses huyendo

De 2013 a 2018 fue cambiando de casa en Colombia porque el padre de sus hijos quería asesinarla. Cada cuatro meses el maltratador la encontraba y ella volvía a huir, amenazada de muerte. Explica que puso muchas denuncias pero ninguna prosperó. "Me llamaba y me decía 'mira el dinero que me ha costado tu papelito'. Pagaba a los policías y ellos la borraban, es así la corrupción que hay en mi país", asegura.

Lo conoció con 17 y tuvo dos niñas con él. "Entonces decidí que quería dejarle, y él me obligó a tener otra", recuerda. De una violación salió su tercera hija, y a ella la encerraron en casa. "Ya no podía salir a ningún lado sin permiso, me quitó todas las tarjetas de crédito y el dinero, casi no podía ir al parque, cortó la relación con todas mis amigas y hasta con mi familia", rememora Consuelo. Después, empezó a menospreciarla. "Me decía que no valía nada, que nadie querría a alguien con tres hijos que no son suyos".

Cuenta todo con fuerza, mientras las lágrimas le caen por las mejillas, y explica que llegó un punto en el que "solo quería abrir un agujero en la tierra y meterme". Hasta que comenzó a ir, a escondidas del marido, a una psicóloga para ella y para sus hijas. Y escapó.

"Acabas por no confiar"

Fue muchas veces al Instituto de la Mujer de Colombia, y ninguna sirvió para ayudarla. "Volvía para ver cómo iba mi caso pero literalmente lo habían archivado, nadie se acordaba de nada. Entonces ¿Para qué voy a denunciar? ¿Para llegar a mi casa y que él me pegue una paliza a mí y a mis hijas? Acabas por no confiar en la Justicia" reivindica Consuelo.

Yasmina y Consuelo viven ahora en la Comunitat Valenciana y son refugiadas por motivos de género, una de las principales razones por las que las mujeres, sobre todo de Latinoamérica, abandonan sus países. Huyen de sus maridos.

Ambas cuentan con protección internacional otorgada por España. Esta protección solo se concede a personas que huyen de sus países y no pueden volver a ellos porque su vida corre serio peligro, y se comenzó a contemplar por primera vez en el año 2009. Normalmente se tacha de 'refugiados' a personas que huyen de guerras. Ellas huyeron de países con una guerra contra las mujeres.

El Estado contra las mujeres

La violencia contra las mujeres se da en muchos ámbitos. Pilar Albero, abogada experta en protección internacional y violencia de género, explica que "la violencia puede ser doméstica, familiar, matrimonios forzados, mutilación genital, no acatar las normas del país (quitarse el velo, por ejemplo) o como en el caso de Centroamérica, víctimas de trata y violencia sexual por el crimen organizado de las maras".

El machismo también puede ser de Estado, por omisión, en los casos en que la Administración no protege a las mujeres y las deja desamparadas, como el de Consuelo, o directamente por acción. Es la violencia institucional. Este es el caso de una mujer argentina refugiada recientemente en España. "Era policía pero recibió tanto acoso allí que tuvo que escapar del cuerpo para que no le pasara nada", explica.

La migración comienza a feminizarse en 2015. Antes, el número que llegaba era muy pequeño en comparación con el de hombres, y desde entonces empieza a equilibrarse la balanza por este motivo. "Sobre todo llegan muchas de Latinoamérica por el vínculo cultural y porque pueden coger un avión y estar en Manises, algo que no pasa en África, porque no dan visados", explica la abogada.

Simulacro de terremoto

"Uno de los días que me encontró se ponía super violento, me quería matar. Al final los vecinos ayudaron y no consiguió pasar de la puerta", recuerda la afectada. "Entonces, cuando huíamos, yo había enseñado a mis hijas qué hacer si había un terremoto, hicimos varios simulacros. Tenían que ir corriendo a la última habitación de la casa y esconderse debajo de la cama. Y que la mayor cuidara de las pequeñas. En el fondo sabían que era por si venía él, y aquel día lo hicieron, corrieron a la última habitación", dice Consuelo.

Una de esas veces fue la clave para que decidiera viajar a España. Viajar, no emigrar. "Venía para pasar las últimas vacaciones con mis hijas, porque sabía que al volver me mataba", cuenta. Pero ya estaba cansada de escapar, "estaba decidida a plantar cara, a que solo quedara él o yo".

La niña calló

Pero en la visita a un monasterio español las monjas le recomendaron que fuera a Cruz Roja, y allí le hablaron de la posibilidad de pedir protección internacional en España por razones de violencia de género. Lo hizo, y ahora tiene el estatuto de refugiada en nuestro país, como sus cuatro hijas. Trabaja, y su hija mayor también; la mediana y la pequeña todavía están acabando los estudios. Sabe que no puede volver a su país, pero por fin encuentra algo parecido a la felicidad.

Explica que a día de hoy todavía tiene pesadillas y no puede dormir. Tanto ella como sus tres hijas. "Cuando empezamos la entrevista con Cruz Roja me di cuenta de todo lo que habían sufrido mis hijas y que yo no sabía. La mayor contó que su padre le daba palizas con un palo y que le arrancaba los pelos, pero nunca quiso decírmelo porque tenía miedo de que me quejara y después me pegara a mí".