Que alguien ayudó a Jorge Ignacio P. J. en los 21 días que permaneció huido desde el asesinato de Marta Calvo hasta que se entregó, una vez tuvo planificada y repensada su versión de los hechos, es una cuestión sobre la que la Guardia Civil no tiene ninguna duda. Pero ponerle nombre a ese encubridor —o encubridores—ya es harina de otro costal.

Y no será por no haber puesto todo su empeño. Durante meses, el equipo conjunto de la Guardia Civil formado por especialistas en investigación de Homicidios de la Comandancia de Valencia y de la Unidad Central Operativa (UCO), se ha aferrado a una de las pocas cosas tangibles de que dispone para tratar de localizar el cuerpo de Marta, habida cuenta del silencio culpable del acusado: trazar sus movimientos a partir del estudio de tráfico de voz y datos y de conexiones a las antenas con algunas de las nueve líneas de telefonía móvil que mantenía activas en aquel momento.

Gracias a ello, ha determinado no solo qué hizo en los siete días posteriores al crimen —entre el 7 de noviembre y el 13, cuando abandonó Manuel y l’Olleria, tal como detalló ayer Levante-EMV, medio que pertenece al mismo grupo que este diario, en un cronograma de sus andanzas—, sino también dónde estuvo durante las tres semanas que permaneció huido, hasta que se entregó a las 4.00 horas del 4 de diciembre en el cuartel de Carcaixent.

El miércoles, 13 de noviembre, a las tres de la tarde, Jorge Ignacio P. J. abandonó definitivamente —que se sepa hasta ahora— Manuel. Puso tierra de por medio porque sabía que lo buscaban por la desaparición de Marta Calvo. La madre de la chica había habado con él el viernes anterior para preguntarle por Marta cuando acudió a su casa solo un día después de que la matara, aunque ella aún no lo sabía. Al día siguiente, sábado, denunció el caso y el martes, 12, Marisol Burón movilizó a los caseros para que el tipo diera la cara y se presentase en un cuartel si, como decía, nada sabía de Marta. El cruce de llamadas entre los caseros y la madre del presunto asesino, propiciado por la presión de Marisol, hizo que optara por la fuga una vez controlado el escenario: se había deshecho del cuerpo, del coche y había dejado la casa como quería, limpia y con algo de ropa casualmente ‘olvidada’ en el baño donde diría que la había descuartizada.

Cogió un tren desde la Pobla Llarga hasta Valencia, donde llegó a media tarde, y se deshizo de sus teléfonos y de las tarjetas. Pero conservó uno de los terminales: un BQ, modelo Aquaris X2 de uso ampliamente extendido entonces entre delincuentes —sobre todo, narcos y terroristas— porque permitía albergar un sistema llamado Encrochat que cifraba las conversaciones, haciéndolas impermeables a las intervenciones telefónicas policiales —hasta que la Gendarmería francesa, con ayuda holandesa y británica, ‘reventó’ la red y sus secretos en junio de 2020—. Pero no tuvo en cuenta un detalle: por mucho que la SIM que usaba fuese de una compañía holandesa, el teléfono iba dejando rastro porque se conectaba a las antenas como cualquier otro móvil.

Tras cinco días de ‘silencio’, volvió a conectar el BQ el 19 de noviembre. Y lo utilizó en distintos momentos de su fuga. Gracias a ello, los expertos en telecomunicaciones de la Guardia Civil supieron de sus andanzas en ese tiempo, así que se pusieron manos a la obra para tratar de identificar a quien pudiera estarle ayudando.

A las 18.40 horas del 19 de noviembre, una cámara de seguridad de la estación de ADIF en Gandia lo grabó en el recinto. Desde esa noche y hasta la tarde siguiente, ese número se conectó a dos antenas en Pedreguer: una de ellas ubicada en la plaza Mayor y la otra, en la urbanización La Muntanya, un núcleo formado por cientos de chalés unifamiliares.

Volvió a ser captado por la misma cámara el 20 de noviembre, a las 18.53 horas, así que los investigadores del equipo conjunto de Homicidios de Valencia y de la UCO concluyeron que alguien lo había recogido en Gandia y llevado hasta Pedreguer el 19 y había realizado con él el viaje inverso un día más tarde. Era la única explicación teniendo en cuenta el poco tiempo transcurrido entre la grabación en Gandia y el posicionamiento telefónico en Pedreguer, dos municipios que distan 35 kilómetros entre sí, un trayecto que un turismo particular realiza en media hora, mientras que el único transporte público que los conecta, un autobús de línea regular, invierte hora y media para cubrir la misma distancia.

Después de eso, el presunto asesino en serie dejó de usar el teléfono encriptado durante cuatro días. Volvió a posicionar, esta vez en Cullera, donde se registran conexiones a antenas durante cuatro días, hasta el 28 de noviembre. Fue la última vez.

Pero hay otra ubicación indubitada: Carcaixent. La pulcritud de sus ropas y la hora a la que apareció en el cuartel llevan a los investigadores a pensar que no lo hizo andando.

Con toda esa información, los expertos en telecomunicaciones se pusieron manos a la obra: estudiaron todos los teléfonos que se conectaron a esos repetidores en las horas ‘calientes’ para buscar coincidencias espacio-temporales con las geolocalizaciones de Jorge Ignacio P. J.

El análisis del tráfico de llamadas y datos en Castelló —está incluido en el estudio porque se cree que pernoctó en algún punto de ese municipio las noches del 11 y del 12 de noviembre, antes de su fuga—, la estación de Gandia, Pedreguer, Cullera y Carcaixent permitió aislar 19 coincidencias. Cada una de ellas fue examinada y los titulares de las líneas, identificados.

Pero sin resultados. O bien la sincronía era demasiado breve para justificar que fuese alguien que estuviese con el fugitivo, o solo había una única conexión de ese móvil, fruto más bien de un cruce casual con el sospechoso. Los 19 fueron descartados. Solo hay dos explicaciones: o Jorge Ignacio realmente viajó solo, poco probable, o quien le acompañó y ayudó fue más listo que él y jamás lo hizo portando un móvil encendido encima.