Diario Córdoba

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ALPES EN BICI | CUADERNO DE MONTAÑA (8)

Col d’Izoard (2.360 m.), cómo redescubrir

Esta vez no es disfrutar de una cima lunar y misteriosa, sino de un pequeño puente y un arroyo por los que ya pasé sin darme cuenta

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Col d’Izoard (2.360 m.), cómo redescubrir José Juan Luque

Apenas suena música durante el viaje porque prefiero la inmersión plena, ninguna nota que no provenga de la naturaleza, pero a veces me rindo, entre tantas horas de silencio, y aparece Anni B Sweet, que grita «llévame al cielo para después caer al infierno», y esa frase podría resumir cualquier día en los Alpes, porque los he odiado y amado al mismo tiempo. La música tiene idéntico poder que la fotografía: la infinita capacidad de evocar

Me duele más perder una foto que 16 kilómetros de ascensión. Hacer fotos ya es un ritual: busco una piedra, equilibrio, dónde me pongo, qué quiero retener, qué representa esta montaña, ¿arriesgo?, ¿contraluz?, las preguntas mezcladas con emociones, no puedo ver el resultado. La fotografía analógica me obliga a contenerme, me despoja de las prisas. La fotografía analógica es saber esperar y regalarse una sorpresa cuando el viaje ha terminado. 

He subido tres veces el Col d’Izoard: en un ironman, con mis amigos y en solitario. El ironman fue muy bestia. En la cima teníamos bolsas de comida, los triatletas las cogían y bajaban sin pararse. Yo tenía claro que me iba a hacer una foto. La fotografía es igual de importante que cruzar la meta, que acampar en una cima o que comprar fruta en la tienda del pueblo. También subí con mis amigos, el último viaje de Jesús, los ataques por sorpresa, desfallecimientos, estrategias en las cenas, los nervios del desayuno. No es el sitio, sino cómo y con quién vives el sitio.

"Es como un juego: busco una piedra, dónde me pongo, ¿arriesgo?"

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En un viaje en solitario es fundamental marcarse tareas, y hacer todas las barbaridades que se te ocurran, sin que te importe cómo estará tu cuerpo mañana. No guardarte nada, no pensar en las consecuencias, llegar hasta donde quieras. Nunca ahorro. Tengo objetivos muy baratos. Los tomates aguantan poco con este calor. Hay un pequeño puente de madera y un arroyo junto a la carretera del Izoard. Pasé dos veces por aquí y no los vi.

Hay días que no hablo con nadie. Espero, simplemente espero, una espera en movimiento. Espero una cuesta, un mirador, espero que me dé un vuelco el día, que se altere la sangre, espero un saludo, espero la nada. En la nada encuentro un refugio, superficie blanda, la sombra anhelada. ¿Cómo me podía volver a inventar el Izoard?, ¿cómo hacer diferente un lugar que ya has vivido?, ¿cómo jugar cuando te haces mayor? 

Hago la comida sentado en el puente de madera, los pies colgando sobre el arroyo, que tirita. A espacios insignificantes les doy un sentido, les dejo una marca, una marca de paso. Esta vez no ha sido coronar una cima tan mítica, un paisaje lunar erosionado por el viento y el hielo, unas rocas misteriosas que sobrecogen, esta vez no ha sido superar la rampa mortal, desolada grandeza, ni dormir en las alturas, esta vez ha sido lo más simple, en el lugar más insospechado. A veces tenemos la belleza delante y no la vemos. La belleza no siempre sale de un paisaje, también de tu voluntad. Este puente y este arroyo ya forman parte de mí. 

Y así nos vamos construyendo, uniendo lugares dispares por los que pasamos, unas veces majestuosos y otras minúsculos, pero muy útiles en un jueves de julio de cielo azul y sol en la nuca. Paseo entre las piedras del arroyo, cada vez más estrecho, hasta que una explosión de frío en las venas me obliga a salir. Limpio los cacharros de la comida, me tomo una galleta y me echo entre la maleza, a leer. Creo que nadie me ve. 

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