Diario Córdoba

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RELATOS DE INVIERNO

Málaga-Delta del Ebro en bici (día 12): Quiero llegar a casa

Es básico tener un punto final, un lugar exacto en el que ya no puedas avanzar más, y quedarse ahí clavado unos minutos, sin saber si será la última vez, sin preguntárselo, porque ¿Qué pasaría si lo fuera?

Cruce a la salida de Mosqueruela (Teruel), el 6 de enero de 2022.

Sé que no seré consciente de mi último viaje, como no lo fui de mi último polvo. El lunes dejas de acostarte con ella, el martes tampoco. Empiezas a sospechar cuando el fin de semana sigue en blanco. Pero te callas. Dos semanas. Disimulas. Un mes. Excusas: el trabajo, el cansancio, los niños. Dejas de contar. Podemos seguir sin sexo, te convences, hasta que todo acaba, y el día que definitivamente acaba, ya no puedes recordar cuánto llevas sin sentirla. El declive de una relación no empieza en la cama. La cama es la punta del iceberg de una ruptura

Decidiste irte en el desayuno, así que no pude imaginar que estábamos ante la última noche. Era domingo. El autobús tardó 23 minutos en pasar. No sabemos cuándo será la última vez de nada.

Durante los kilómetros finales de cada viaje me pregunto si será el último. Sé que se acabarán, y ojalá ese día llegue por sorpresa, de manera natural, que de repente me tope con un verano o un diciembre donde no me apetezca sacar la bicicleta. Ojalá el fin de los viajes no llegue en pleno viaje, por muchas ganas que tenga de volver a casa. 

Es perturbador. 

Damos besos sin saber que quizá no nos rocemos más. Corremos por el parque creyéndonos infinitos. ¿Cuándo escribiré la última línea? Dejé el fútbol un día de junio sin sospechar que ya no volvería al estadio; jugábamos contra el Girona. ¿Qué haríamos diferente si supiéramos que estamos ante la última vez? Dejaría todo intacto. Me gusta la indefensión ante el azar. Pero si lo pienso demasiado me acongoja. Sufro en las despedidas, pero las necesito. Una noche la bici entrará al trastero y se cubrirá de polvo, y las ruedas se desinflarán por dejadez, por aburrimiento. Nadie nos percata de la inminencia del final. Solo el reencuentro con el Mediterráneo me desvela que ya estoy cerca.

No sabemos cuándo será la última vez de nada. El declive no empieza en la cama, simplemente un día dejarás de acostarte con ella. Desconozco cuándo será

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Puede que estas sean las líneas del último viaje, y yo sin saberlo. Muchas despedidas se convierten en despedidas solo en el futuro.

Nadie me avisó del último viaje con el Peugeot 206 hasta que me dejó tirado en la ronda de Poniente. Nadie me avisó del último beso a mi abuela. Quizá le hubiera dado dos. Realmente le di muchos. Nunca dejo besos para mañana. No debería cambiar nada saber que va a ser la última vez.

Si todo está vivido.

Sería incapaz de escribir el último artículo. ¿Con qué palabra termino? La lentitud del final puede bloquearnos. Prefiero el golpe. 

Habitación 101 del hostal La Muralla, en Morella (Castellón). JOSÉ JUAN LUQUE

No podría planificar un viaje sabiendo que no habrá más. No soporto que pregunten cuál sería tu última comida. Me cuesta cerrar los carretes. Prolongo las despedidas incluso un domingo por la tarde con mis amigos, en una esquina de la avenida del Aeropuerto. Me agarro a los momentos de placer. No creo en el destino, no fuerzo situaciones, no aplazo planes. Saber el final no es garantía de éxito ni de llanto.

Hay finales que sí es importante conocer. En un viaje. Ahí es básico tener un punto al que llegar, un lugar exacto en el que ya no puedas avanzar más. Un mar, una montaña, un faro, para quedarte ahí clavado unos segundos, repasando todo lo que has creado. 

Es fundamental tener un lugar al que llegar para ir acumulando estímulos.

El 6 de enero Elena iba a cerrar su hostal, pero cuando la llamé cambió de opinión: “No te iba a dejar sin un sitio donde dormir”. Elena llegó de Rumanía para un mes y ya lleva 20 años en Morella, un pueblo de Castellón en una colina rodeado de muralla. Entre semana sostiene la pensión gracias a unos trabajadores de Murcia que llevan cuatro años arreglando unas curvas de la Nacional 232. Cuatro años para quitar unas curvas. Dice Elena que ya conoce a sus mujeres, y que cuando vienen no les cobra. “A veces incluso me ayudan. Seguro que el lunes me traen algo por Reyes”.

Vuelvo a olvidar que es día de Reyes. “Estarán casi todos los bares cerrados, pero si te quedas sin cenar, llámame y te traigo algo de pan y jamón”.

Mi habitación es la 101 y por el momento soy el único huésped del hostal. “A lo mejor luego viene un cazador, pero ese tiene las llaves. Es un poco raro, la verdad. Una vez se quejó de que el de la habitación de al lado se estaba duchando. Viene de Valencia”. 

En el bar Pere me avisan de que no ponen comida, ni siquiera frutos secos con la cerveza. Aun así entro. Necesito una mesa para escribir mi paso por el Maestrazgo. Un hombre se acerca, observa mi cuaderno y me dice que a mi letra le falta un toque de amor. “De amor, no, de cariño”, matiza. Me pregunta si son deberes o pensamientos. Me marcho cuando mi paciencia se rompe por el griterío de unos adolescentes junto al billar. 

Los días festivos en pueblos son demoledores si no tienes comida. Hace frío en las calles de Morella y apenas hay luces encendidas en la calle comercial, de viviendas porticadas a ambos lados. Algunos turistas pasean sin muchos aspavientos ni excesivo ruido. Se respira una calma polar. Siempre que estoy en lugares extraños en fechas especiales me pregunto qué hacen aquí todos estos que me rodean. ¿Cómo elegimos nuestros destinos? No solo los de vacaciones. ¿Qué forma de descansar tenemos?

Perfil de la etapa. JOSÉ JUAN LUQUE

A las nueve y cinco hago cola para entrar en la pizzería Lola. Me preguntan si quiero algo mientras espero a mi acompañante. “No tengo acompañante”, y se produce un incómodo silencio que quiebro con una copa de vino blanco. El restaurante es elegante, coqueto, bien iluminado, plagado de parejas. Algunas hablan. Tener el teléfono en la mesa de un restaurante es el mayor crimen contra cualquier relación. Pura insensatez. Pido una pizza milanesa mediana. Tarda 17 minutos en venir. Repaso mi libreta de viaje. Subrayo los nombres propios y los pueblos. 23 páginas de relatos. Hay tickets de bares, restos de azucarillos, huecos en blanco. Cada día me parece un viaje diferente. 

Veo la lista de equipaje que hice al salir y me agrada ver todo lo que no llevo. Repaso las tres playas donde dormí, la sierra donde me asusté, la tarde en que mis brazos temblaron para protegerse del frío, la mañana en la que pensé que me tendría que recoger un coche, si pasaba alguno. Las veces que la música me dio calor. El día que, camino de Iglesuela del Cid, me creí más listo que la naturaleza. Las veces que canté “¡que no, que no, que no!”. Un disco que tenía olvidado. 

Me agarro a los momentos de placer. No creo en el destino, no fuerzo situaciones, no aplazo planes; saber el final no es garantía de éxito ni de llanto

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Fotografío para no olvidar. Destierro lo que no he capturado; lo vivo, pero no lo prolongo. Los negativos colgados de la lámpara de mi cuarto extienden la experiencia. Me cuesta terminar la pizza. Solo me queda una foto y ya no tengo más carretes. Debo decidir si se la hago a la habitación 101 del hostal La Muralla o al Delta del Ebro. 30 euros con desayuno incluido.

El Delta del Ebro está en Google. Corro la cortina para que entre algo de sol. Me da pánico pulsar el botón. No rebobino el carrete, como si me resistiera a que acabara. Pero quiero que acabe.

Desayuno con Elena viendo las noticias del canal 24 horas. Ella tras la barra, yo tras la mesa, el resto del salón apagado; se empeña en que me lleve tres botes de Nocilla y dos bollos. Escuchamos unos pasos en las escaleras, por fin conoceré al cazador.

Hay días que no existen. Apenas he de pedalear hasta el nivel del mar. La cabeza en casa. No es cuestión de los días que llevo fuera, sino del día; el último, da igual el número, ansías tu cama, el cepillo de dientes eléctrico, el gato seguirá en la misma postura, las sábanas limpias, quizá una tortilla de mamá. El último día el viaje ya está en la memoria. Pasarán nueve hasta que vuelva a coger la bici, y entonces me sentiré raro, ¿hacia dónde me dirijo? 

Me queda una foto en el carrete y ya no tengo más. Tengo que decidir si se la hago a la habitación 101 del hostal La Muralla o al Delta del Ebro

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Me adentro en el Delta del Ebro y el viento me frena, pero quiero llegar a la desembocadura, donde ya no pueda continuar. Subido a una torre, el pelo vuela y se forman pequeñas olas en el río. Pienso en Zaragoza, la ciudad de la que proviene esta agua revuelta, la ciudad en la que comencé a cambiar cuando quise cambiar, hace casi catorce años. Y pienso que todo en los viajes está en el aire. Y que lo único que hago es conectar curiosidades.

Al entrar en casa, ya de madrugada, coloco en el mapa 43 chinchetas de color azul. 43 chinchetas que equivalen a doce días y 1.221 kilómetros de alimento.

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