Escribo todo lo malo. Lo escribo porque es la única forma de seguir viajando. Lo escribo porque mi cuaderno es una montaña y la carretera una grieta en mi rodilla. Me recreo en el infierno desde el calor de la chimenea de un pueblo de Teruel. Si sigo a este ritmo nunca llegaré. No me quedo con nada negativo de las novias que tuve y sin embargo hago un poema de cada crisis sobre la bici. Odio las crisis, pero las envuelvo. No soporto un solo vaivén en mis relaciones, pero aguanto siete horas tiritando. Hoy puede que no vea el sol. Hoy entraré en Aragón, aunque avance a cuatro kilómetros por hora.

Me he bajado de la bici. No creo en las segundas oportunidades. Lo roto, roto se queda. Hay cicatrices que duelen más que la herida. Podría gritar, pero el viento no va a dejar de soplar. ¿Cómo se combate la impotencia? ¿Cómo se sigue cuando no te dejan? ¿Cómo me libro de este azote? Todas las fotografías de esta página están hechas desde el sufrimiento. En todas ellas tuve que convencerme de que valía la pena congelarme. Hice ocho más que nadie verá. Cada imagen fue una lucha entre los ojos, el cerebro y los guantes. Puedo dejar de pensar, pero no puedo dejar de mirar. 

No soporto un vaivén en mi relación, pero aguanto siete horas tiritando en la bicicleta

Solo necesito un café. Una hora y trece minutos para diez kilómetros. No llego a ningún lado. Se puede morir en la barra de un bar. Son las once y media, hora límite para servir almuerzos en El Chiringuito de Rafa. Dejo el descafeinado encima del periódico, sobre la imagen de un futbolista del Villarreal. El bar es minúsculo, dos mesas pegadas ocupadas por la una familia, la cristalera con aperitivos apenas deja sitio para mi desayuno. Pido un bocadillo de panceta. Aún me queda medio café y ya pienso en el siguiente. Hay restaurantes lujosos que me dieron menos felicidad que estos cuatro euros. No es el bocadillo, ni siquiera el café, es la comida, y no como alimento, sino como refugio, es el taburete, es el humo que aún desprende el vaso, es la chica que apaga la cocina y se sienta a descansar. Los bares son la protección de los viajeros. El bar es un imán. No me imagino salir a la calle. Desde la barra se escucha el viento y el frío. Tardo veinte minutos en ponerme los cubrebotas. Verás lo que te va a costar quitártelos, vaticina la camarera. Adiós, Caudiel.

Villahermosa del Río(Castellón), el 5 de enero de 2022. JOSÉ JUAN LUQUE

Etapa

Cuando el viento me da en la cara no miro al paisaje, solo hacia abajo para no ser consciente de lo poco que progreso.

En Montanejos me resisto a parar en otro café porque el dolor al salir será más fuerte que el placer al entrar; sigo a San Vicente de Piedrahita, varios giros hacia carreteras a punto de desaparecer, carreteras entre la tensión y la fascinación, la incertidumbre tras cada curva, ¿seguirá habiendo asfalto?, carreteras que te hacen dudar si estás yendo a alguna parte, y una de esas carreteras debía llegar al bar Jarque, según promete un muchacho que camina con las manos llenas de cacerolas, y no se equivoca, pero el bar Jarque cierra los miércoles, y cómo convenzo a mi mente de que tenemos que seguir vacíos.

Levantar la decepción es más difícil que escalar una montaña.

Sin darme cuenta dejo a la derecha Villahermosa del Río. Detesto cuando las carreteras marginan a los pueblos. Tomo una barra de chocolate para los doce kilómetros de subida hasta Puertomingalvo. Voy justo de energía mental. Entro en Teruel y la calzada se estrecha, como si fuera un símbolo de la provincia. Hay que amar para llegar. Llevo más de dos mil metros de desnivel y no sé con qué parte del cuerpo estoy tirando. 

Entro en Teruel y la carretera se estrecha, como si fuera un símbolo de la provincia. Hay que amar para llegar

Caigo en todas mis obsesiones una y otra vez. Hago fotos con fatiga, viento y dedos tiesos, sin sol; son más de las seis de la tarde y en la cima, a casi 1.500 metros de altura, no hay cartel, solo Jesús y sus ovejas. 

- Mira las montañas, están blancas.

- ¿Y eso qué quiere decir?

- Que hace mucho frío. 

Atardecer en Puertomingalvo (Teruel). JOSÉ JUAN LUQUE

Puertomingalvo es precioso, pero aún lo es más la chimenea del hostal Entre Portales. Ni siquiera subo a la habitación, me quedo pegado a ella junto a una pareja de ancianos que no habla, tapados con una manta de cuadros rojos y negros. Es la sencillez del salón de una casa. Poco a poco empieza a sentarse gente del pueblo en torno al fuego mientras vemos la cabalgata de Reyes en Aragón TV. Sale Zaragoza, y los 200 kilómetros parecen el espacio. Habitamos mundos diferentes. No hay chiquillos ni jaleo ni golosinas, solo una familia haciendo crucigramas y un hombre que mueve los palos cada quince minutos.