A poco más de 300 kilómetros de la capital de España, en un punto de la ruta ferroviaria que separa Madrid de Alicante, el AVE reduce su velocidad a su paso por la laguna del Salobrejo, en Albacete, un espacio natural donde anidan azulones, cigüeñuelas, avocetas, una colonia de crías de gaviota, varias docenas de flamencos y otras aves acuáticas. Junto a grupos de malvasías, los flamencos de alas rosas juegan a la pata coja en unos atardeceres que pintan una explosión de colores vertidos sobre un lienzo imaginario al capricho de la naturaleza.

Al atravesar dicho punto, el tren aminora la velocidad para no molestar a los habitantes zancudos de esa laguna salada donde convergen el verde y el amarillo de los cañaverales, el ocre del agro manchego, el gris descascarillado de casas semiderruidas donde también anidan leyendas de caballeros andantes, venteros, hidalgos y maeses con vistas al azul más azul que he visto jamás, más azul que el del Mediterráneo que se avizora a un centenar de kilómetros al sudeste de la laguna. El sol del atardecer de La Mancha se encarga de iluminar esta obra de arte del hiperrealismo impresionista. No sé qué resulta más fascinante e hipnótico, si la hermosura apabullante de los humedales o que un bicho que desplaza 447 toneladas a 300 kilómetros por hora reduzca a 90 para no alterar la paz del paraje.

Es un trayecto que acostumbro a hacer cada semana desde hace meses. Al pasar por allí, cuando el convoy circula un par de minutos a velocidad de tranvía, interrumpo durante unos segundos la deleitación en tal maravilla para girar la mirada y comprobar si alguien más de entre los viajeros está observando lo mismo que yo. La decepción viene a ser la misma después de un viaje tras otro, y entonces vuelvo la vista al pelaje rosado de los flamencos, como si lo hubieran puesto en el camino solo para mis ojos, por otra parte afortunados de disfrutarlo casi en solitario mientras pienso en cómo es posible que la mayoría del pasaje se pierda el espectáculo entretenido en maltratar las articulaciones del cuello con la mirada fija en el móvil.

Confieso que yo ya no podría vivir sin el teléfono, aunque a veces me desalienta comprobar que puede llegar a convertirse en un aparato del demonio, un inhibidor de la belleza en la misma medida que una herramienta para transmitir el Mal, con mayúscula, el Mal en esa acepción que asocia el comportamiento humano a hechos que se consideran perjudiciales, destructivos o inmorales. Cuanto más tiempo paso con el teléfono mayor es la sensación de que me estoy perdiendo algo. Pero si nos atenemos a la concepción bíblica, e incluso jurídica, del Mal, prefiero quedarme con la corriente basada en que el objetivo último es su transformación en el Bien.

Abundan cada vez más los vídeos ciudadanos de extremada violencia donde se agrede y hasta se mata por el placer de hacerlo, o por odio o por vete tú a saber por qué, y nos preguntamos cómo puede ser que el autor de la grabación no dejara a un lado sus pretensiones de director de cine para echar una mano al agredido, como acaba de ocurrir, por ejemplo, con el lunático que agredió a un sanitario en el metro de Madrid. El que grabó la escena poco hizo por evitar la agresión, pero gracias a que no dedicó el trayecto a observar el paisanaje ni se echó el móvil al bolsillo para evitar el incidente, sus imágenes permitieron la captura casi inmediata del autor.

Lo cierto es que en nuestro imaginario siempre hemos pensado que seríamos el que devuelve ese puñetazo para luego salir del vagón convertido en héroe. Pero en la violencia no hay héroes, salvo que grabes la escena y trinquen al malo. Ni siquiera devolveríamos el guantazo. Somos el que lo recibe porque esa es la base de las buenas personas, en cuyo equipo militamos la inmensa mayoría. Por eso siempre es uno de los nuestros el que graba la escena y deja constancia del hecho para que las autoridades actúen. Pensemos también que acaso quien no separa los pulgares de la pantalla durante las más de dos horas de un viaje en tren, quizá se esté perdiendo los flamencos de Salobrejo, pero también puede llegar a convertirse en testigo de cargo de una agresión porque se halla desvalido sin una mano asida de su teléfono.

En la era de las tecnologías, el entretenimiento a la carta y la información en directo, el móvil no solo es un elemento fundamental, sino que se ha hecho imprescindible, lo que no significa que deba convertirse en adicción. Ya hay gabinetes psicológicos especializados en tratar a pacientes enganchados al celular, cuya dependencia puede devenir tan dañina como la de ser adicto al juego. Quizá no deteriore la salud física y mental, el bolsillo tampoco debe preocuparnos, pero el hábito de desenvolverse más horas de las debidas en ese mundo mágico y virtual no debe copar el tiempo que deberíamos prestar a la familia, a la pareja, al trabajo, a los hijos o a maravillarnos, sencillamente, observando a las aves en un lugar de La Mancha. Antes y ahora, a menudo el destino es el propio viaje. Quizá por no separar la mirada del aparatejo nos estemos perdiendo algunas de las cosas más hermosas de la vida.

@jorgefauro