A última hora de la mañana siguiente me llamaron por teléfono de la clínica y una doctora me confirmó que era positivo y tenía el covid-19.

El siguiente paso no tenía mucha elección posible. Metí el cargador del móvil en un bolsillo, la cartera en el otro, y de nuevo con mi mujer y mi hija nos fuimos al hospital de la Seguridad Social, el que tenemos más cerca de casa y que además consideramos el mejor.

No tardé mucho en entrar, mientras mis chicas se quedaban, tanto tiempo como yo, en la sala de espera de fuera.

Ahí comenzaron 22 horas durísimas, con un malestar importante y sentado en una silla cuadrada y metálica buscando un enchufe para recargar el móvil.

Pero de todo ese tiempo interminable no tengo más queja que la funesta resistencia de mi cuerpo, entonces ya extenuado.

Con sensación de fiebre alta, malestar general que afectaba a cada trocito de mi ser, dolor de articulaciones, de cabeza… y no había más postura que la de una especie de potro de tortura metálico que unas horas antes yo también había llamado silla.

Además, soy diabético, insulinodependendiente, y llevaba desde la tarde anterior sin comer, por lo que empezaban a llegar los sudores fríos, las piernas temblorosas…

Pedí algo para tomar, aunque fuese un sobre de azúcar, pero con poco éxito. Y mi mujer y mi hija, que estaban fuera, llamaron a casa a mis hijos para que trajesen un sandwinch o algo que yo pudiese comer.

El problema, una vez que tenían la comida en la puerta, era lograr pasarla a donde yo estaba. Y ahí apareció, siempre aparece, un ángel de la guarda que en este caso era una doctora, amiga de una hija, y otra médico amiga de mi amigo Quique, que fue quien salió a buscar la bolsa con la comida, ya muy entrada la mañana.

La situación duró una eternidad y fue realmente dura, pero no puedo hacer un solo reproche. El personal sanitario estaba desbordado. No paraban un segundo y no perdían la sonrisa. Eran un ejemplo de vida. Pero no llegaban a más.

No tengo muchos datos de utilidad que contar de esas larguísimas horas. Solo que me hicieron otra radiografía, me sacaron sangre, me hicieron un electro… Era la primera vez en mi vida que me enfrentaba a una noche de hospital como paciente, y descubrí bastantes cosas de las que ni había oído hablar.

De pronto vinieron a pincharme otra vez, pero en esta ocasión querían sangre de la arteria, que se saca en la muñeca y que además de ser más doloroso que el pinchazo habitual es más difícil de encontrar. La enfermera lo pasaba fatal, la pobre, cada vez que no conseguía ese poquito de sangre arterial, pero lo hizo con muchísima delicadeza. Tanto la primera vez como la segunda, porque antes de acabar la noche le pidieron más sangre arterial para analizar.

Segundo test

Lo peor de todo fue que de pronto me llamaron a un box y se pusieron a hacerme el test del coronavirus, pero solo por la nariz.

Pero… si ya me lo han hecho, si ya he dado positivo, si por eso estoy aquí… Pero que si quieres arroz. A ellos no les constaba y me repitieron la prueba, con todas sus horas de espera. Desde luego, algo no funcionaba muy bien si a día 19 de marzo en este país no había una base de datos centralizada con todos los positivos en coronavirus. Una base que se pueda alimentar, al segundo, desde cualquier hospital capacitado para hacer las pruebas.

Pero a lo que estamos, y sabiendo que aquello se podía alargar seis horas más sentado en la silla, mi gran familia se puso en marcha. Uno de mis hijos fue al otro hospital a solicitar un certificado sellado con el resultado de la prueba, me lo mandaron por el móvil para que lo enseñase a los médicos, mi mujer y mi hija que seguían fuera intentaron presentarlo en la recepción… pero tuve que esperar al nuevo resultado.

Debió llegar a media mañana, porque sobre esa hora el doctor que parecía llevar mi caso me dijo que los resultados no eran buenos y muy probablemente tendría que quedar ingresado en aislamiento.

Y a seguir esperando

Hasta más o menos las siete de la tarde (desde poco antes de las nueve del día anterior) hora en que alguien me llamó por mi nombre, me sentó en una silla de ruedas y me llevó a una zona que resultó ser una planta de medicina interna reconvertida para aislamiento de covid-19.

Un aviso y una lección

Puede sonar extraño, pero sobre mi nueva vida de aislamiento quiero comenzar por dejar clara una cuestión importantísima: el cargador del móvil.

La angustia de los pacientes aislados que ven cómo su móvil se va quedando sin batería y desaparece todo posible contacto con sus seres queridos es durísima.

Es comprensible que en todo el ajetreo médico del positivo, el ingreso, las malas noticias, las preocupaciones, los miedos… no pensemos en algo aparentemente tan trivial como un cargador. Pero es casi tan importante como la medicación. Es fundamental. Y si no lo digo, reviento.

La siguiente lección que me enseñó el personal sanitario es que la mascarilla tengo que ponerla al menos cada vez que alguien entra en la habitación. ¡Siempre!

Y lo más admirable es darse cuenta de que están haciendo su trabajo en unas condiciones precarias, sin rechistar.

Sus mascarillas, que deberían cambiar cada día, les tienen que durar toda la semana porque no hay suficientes. Y una de las enfermeras me decía: «Ahora comentan que estas batas de aislamiento están pensando en lavarlas para volverlas a utilizar. Porque no hay».

En nuestro hospital, que no en todos, llevan unas caretas de plástico protectoras, tres pares de guantes, uno sobre otro, y lo que buenamente pueden.

Pero en las circunstancias en las que hacen sus maratonianas jornadas de trabajo, la mayoría del personal sanitario da por hecho que no se librarán del covid-19 y sólo esperan que por ser jóvenes les dé flojo y ni siquiera les quite ni de trabajar.

* Director de nuevos proyectos de Prensa Ibérica