La ciencia no es pura. Y quien diga lo contrario olvida parte de la historia. La práctica científica, como cualquier otro producto cultural, está influida por su contexto. «En una sociedad marcada por la desigualdad de género entre hombres y mujeres, la ciencia no ha hecho más que reproducir esos mismos patrones en su manera de obtener el conocimiento. En nombre de la objetividad, las mujeres han sido excluidas de muchos estudios, por lo que gran parte de lo que sabemos sobre el cuerpo humano está construido solo sobre el modelo masculino», argumenta Isabel Jiménez-Lucena, historiadora de la Medicina en la Universidad de Málaga.

Hasta ahora, la mayoría de los estudios sobre la salud y la enfermedad, los experimentos sobre tratamientos y enfoques terapéuticos y los ensayos clínicos para testar nuevos fármacos se han realizado en animales machos o pacientes varones. El objetivo es crear una muestra lo más homogénea posible para que los resultados obtenidos puedan ser aislados y posteriormente aplicados a toda la población. Pero esas conclusiones pueden estar excesivamente sesgadas y quizás no puedan ser extrapoladas a una sociedad diversa.

«Esta manera de enfocar la investigación se ha ido reproduciendo durante décadas sin que casi nadie la cuestionara. No ha sido hasta ahora, con un incremento de las voces críticas con las implicaciones sociales de la investigación, cuando se está intentando corregir», comenta Susana Martínez-Conde, neurocientífica y catedrática de la State University of New York. «La idea es centrar las investigaciones en muestras variadas que puedan ser representativas de la diversidad social», añade.

DIFERENCIAS CONSTRUIDAS / El sesgo de género que hasta ahora ha impregnado la investigación científica parte de la idea de que el modelo más idóneo para el estudio es el masculino. Y esta idea, a su vez, puede entenderse como una construcción social relativamente moderna. De hecho, hasta el siglo XVII los estudios sobre el cuerpo humano se basaban en la teoría del sexo único. Este postulado defendía que hombres y mujeres partían anatómica y fisiológicamente de un mismo molde y que, por lo tanto, las diferencias eran superficiales. Los ovarios, por ejemplo, se conocían como testículos femeninos que se alojaban en el interior del cuerpo.

No fue hasta el siglo XVIII cuando se planteó el estudio anatómico de hombres y mujeres en dos categorías separadas. El objetivo era encontrar aquellos elementos que diferenciaran a cada uno de los géneros y que, en última instancia, justificaran las desigualdades sociales entre ambos. Esta nueva etapa, por tanto, partía con un sesgo de confirmación a partir del cual se ha buscado toda aquella información que respaldara la hipótesis de partida, es decir, la creación de dos mapas biológicos completamente diferenciados. El del hombre, simple. Y el de la mujer, más complicado.

Llegados al siglo XX, el nacimiento de la endocrinología y los primeros estudios sobre las hormonas plantearon una posible explicación científica para estas diferencias. «Cuando se descubrieron los estrógenos y la testosterona, no se sabía exactamente qué eran y qué rol desempeñaban en un organismo. Pero en seguida se les atribuyeron características sociales», argumenta Jiménez-Lucena. «El estudio de las hormonas femeninas asociadas al ciclo menstrual se utilizó para explicar la supuesta complejidad e inestabilidad emocional de las mujeres. En el caso de las hormonas masculinas, en cambio, en ningún momento se planteó que pudieran suponer un desequilibrio que afectara al carácter de los hombres», añade la historiadora.

ESTUDIOS Y ENSAYOS / La búsqueda de la objetividad científica ha justificado hasta ahora el hecho de que la mayoría de estudios se realizaran en individuos machos. Siguiendo esta lógica, los ensayos clínicos se han centrado en estos para garantizar un resultado objetivo. «Objetivo sí; neutral, no», matiza Sara Lugo-Márquez, investigadora en historia de la ciencia en la Universitat Autònoma de Barcelona. «La ciencia experimental lleva implícita una ideología y es innegable que esto tiene una repercusión social. El problema es que buscamos el conocimiento desde la homogeneización cuando la realidad no es así», añade.

CONOCIMIENTO SESGADO / En la práctica, estudios clínicos y epidemiológicos han demostrado que este sesgo en la investigación tiene un efecto negativo sobre la efectividad de los resultados. Las mujeres padecen más problemas cardiovasculares y trastornos autoinmunes que los hombres, aunque la mayoría de estudios sobre estas cuestiones se hayan realizado en varones. Algunos medicamentos como los psicofármacos tampoco funcionan de la misma manera en unos que en otros y, por lo tanto, no siempre tienen la misma efectividad. Sus efectos secundarios también se manifiestan de manera diferente en hombres que en mujeres.

«Nuestra comprensión de la biología femenina se ve comprometida por estas deficiencias», argumentan Annaliese K. Beery y Irving Zucker, investigadores de la Universidad de California en Berkeley, en un artículo para Neuroscience & Biobehavioral Reviews. «El sesgo de género destaca como uno de los factores que han contribuido a los problemas de replicabilidad de la investigación preclínica», añaden N. Karp y N. Reavey, investigadores de la Cambridge en un reciente estudio sobre este fenómeno. Estamos, por lo tanto, ante un complejo problema científico con grandes implicaciones sociales. De ahí el debate entre expertos.