Resulta muy curioso que agua y fuego, dos elementos incompatibles, sean los principales causantes de la destrucción de los edificios. Secularmente el agua de lluvia, con el viento y la erosión, ha sido la principal causa de la degradación de muchas obras arquitectónicas de relevancia. Pero sobre todo el fuego, ha sido el método más veloz y terrible para hacer tábula rasa. Cabe indicar, que este segundo y más eficaz sistema destructivo, el incendio, ha sido a menudo causado por el hombre. Es decir, que finalmente el máximo depredador del patrimonio es el propio ser humano que previamente lo ha erigido. De forma voluntaria e intencionada durante las guerras, o fortuita y accidental, pero por su culpa, al fin y al cabo. Como en este caso candente de París. Pero además es también cierto que todo edificio está desafiando la ley de la gravedad, y que la tendencia de toda construcción es venirse abajo. Cualquier descuido o perturbación ayuda a acelerar este destino final. Todo lo que sube, baja.

El incendio de Notre Dame podemos encuadrarlo, por lo que hasta ahora sabemos, como negligencia humana durante su reparación. Tal como sucedió en el Liceu de Barcelona en 1994, y muchas otras edificaciones, que irónicamente cuando van a reparase, sufren un fatal accidente. Resulta curioso cómo edificios históricos que han superado el paso de los siglos, terremotos, o bombardeos aéreos, colapsan finalmente por un insignificante despiste humano. Durante la Revolución francesa y en tiempos anticlericales de la Comuna, ya intentaron incendiar Notre Dame, pero apenas ardieron unos bancos. Y durante la segunda guerra mundial fue Hitler quien estuvo a punto de cargarse los principales monumentos parisinos. Finalmente, tal vez haya sido un anónimo operario encaramado en un andamio, dándole a la sierra radial con más ahínco y chispas de lo preceptivo.

La desaparición de importantes monumentos por el fuego es una triste y larga historia que estos días vamos a ir rememorando. Desde la mítica biblioteca de Alejandría de antes de Cristo, hasta la primera basílica de Santa Sofía en Constantinopla. Habitualmente, los edificios más incendiados han sido los más simbólicos, templos, palacios y catedrales, precisamente por su significado y duración temporal. A veces por un simple rayo. Pero a medida que nos acercamos a la época moderna, la tipología del rascacielos es la que se convierte en mejor icono de antorcha gigante.

Los edificios en altura nacen en Chicago en el siglo XIX gracias a las nuevas estructuras de acero, y además de propiciar el invento del ascensor, implementan las primeras medidas contraincendios. Las bocas de riego de la calle ya no sirven, las escaleras de bomberos y sus mangueras ya no alcanzan. Desde la tremendista película El coloso en llamas, todos hemos percibido el potencial peligro que implica estar tan arriba. El derrumbe de las Torres Gemelas fue la gran pesadilla. Un rascacielos de 352 metros en Dubái, llamado premonitoriamente The Torch, -la antorcha, no es broma-, ha sufrido dos graves incendios, en 2015 y 2017. Y el más alto del mundo en la misma ciudad, el Burj Khalifa con 828 metros, se incendió parcialmente en 2015. En Madrid la Torre Windsor de 105, con su incendio presuntamente provocado, nos acercó un problema que parecía exclusivo de América.

El drama de la torre Grenfell

Para defenderse del fuego, arquitectos e ingenieros llevan siglos elucubrando. Lo primero es construir con materiales no inflamables. Mejor piedra y hormigón que madera y hierro. Aunque cada material tiene sus pros y contras en según qué circunstancias. Un drama reciente fue el incendio de la torre Grenfell en Londres cuya fachada estaba recubierta de un material aislante altamente inflamable. También se han incorporado instalaciones eléctricas más seguras. Otro avance notable ha sido la aplicación de sprinklers, o rociadores, un circuito de agua que se activa ante un incendio, preceptivo en edificios públicos y de alta concurrencia.

Pero el empeño principal es salvar a los ocupantes. Para ello existe una exigente reglamentación, que obliga a situar diversas escaleras, y convertirlas en sector de incendios, es decir zonas seguras, que puedan quedar aisladas de otros sectores en llamas. Por eso, aunque a los arquitectos nos fastidie ver tantos carteles de exit, extintores y escaleras encajonadas con pesados portones, al menos nos reconforta saber que nuestros edificios, aunque un poco más feos, serán más seguros.