En los años 30, el pan se besaba. En el 2018, se tira. De todos los alimentos que echamos a la basura en casa, el pan ocupa el primer lugar. Y no será por la de cosas que se pueden hacer él: remojarlo y batirlo con tomates, aceite y ajo para elaborar salmorejo, o rallarlo y salterarlo con ajo, perejil y albahaca y hacer una salsa crujiente que acompañe a unos macarrones.

En el 2015, Almudena Grandes plasmó la reciente crisis económica en la novela Los besos en el pan, título con el que la escritora homenajeó a toda esa generación de españoles que pasó hambre en la guerra y en la posguerra. Como su abuela, que nunca perdió la costumbre de aprovechar el huevo que sobraba tras rebozar pescado para hacer una tortilla francesa. Era feíta, irregular y oscura. Pero era tortilla. Y se comía. Y así los huevos no acababan en la basura. La piel de la patata tampoco. Se asaba y se comía.

Sin llegar a esos extremos, el informe que ha realizado el Senado sí que insiste en pequeños gestos que pueden hacer los consumidores para combatir el despilfarro alimentario. La primera, diferenciar bien entre fecha de caducidad y de consumo preferente. En este último caso los alimentos siguen estado «aptos para su consumo» pero se tiran por desconfianza. El informe hace hincapié en que, en el pasado, muchas familias sabían -por tradición- cómo alargar la vida de los alimentos. El aceite servía, por ejemplo, tanto para conservar queso como paté y lácteos fermentados. Otro buen hábito que empieza a detectarse entre los consumidores es pedir medio menú en lugar de un menú entero.