El Mediterráneo es un enorme cementerio a las puertas del cielo. Con más de 3.000 muertos, el año pasado fue horrible, pero éste lleva camino de ser aún peor. Todavía no ha comenzado el buen tiempo y ya podemos contar esta última tragedia como la mayor ocurrida en la historia de estas aguas comunes, que acercan culturas y comercio, pero separan a las personas.

Más que un mar de encuentro, una enorme fosa común donde Europa está atrapada y es cómplice de un tráfico cada vez mayor de personas que huyen de tiranías, guerras, hambre y enfermedades que les condenan a una vida imposible. No es extraño que este año vaya a más, sin que nadie haya previsto que la ecuación de estas tragedias ha cambiado a peor.

Con Siria e Irak en carne viva hay mas personas que buscan refugio. Con la desestructuración de los países del norte de Africa es más fácil salir y con un sistema de vigilancia europeo, inhumano y mal dotado, es mas posible morir. Por eso, a la hora de los lamentos, el de nuestros responsables políticos será retórica incapaz de sacarnos del laberinto, si no sirve para actuar en cada unos de esos frentes.

Las playas de Libia, un Estado destruido, están abarrotadas de pesqueros, como este último, a punto desguazarse y listos para su última travesía, la más rentable. Libia es un lugar ideal donde los traficantes pueden vender impunemente el viaje, aunque sea a ninguna parte. Arriesgar la vida en el Mediterráneo sigue siendo la mejor opción para miles de personas que huyen de conflictos como Darfur, en Sudán, o de la violencia y el caos en Somalia o Eritrea.

Pero la llegada se multiplica debido a los conflictos más próximos en Siria e Irak, de los que no somos ajenos, y su expansión reciente entre Yemen y Libia. Desde Ruanda, nunca como hasta ahora el número de desplazados había crecido tanto en una sola región. Mas de seis millones de personas han huido. La mayoría son niños, menores que si logran salir del país, acaban en campos de refugiados. En Jordania y Turquía los refugiados se cuentan por millones y la ayuda de nuestros países se recorta cada vez más.

Solo una pequeña parte de los que huyen, normalmente jóvenes con capacidad de trabajar, intentan alcanzar Europa. Llegar o morir. La tragedia de estos cientos de muertos no pondrá fin a su voluntad de seguir saliendo. Europa debe cambiar retórica por acción.

La ecuación es compleja y la solución, difícil, pero frente a la parálisis, como mínimo hace falta una política común de asilo generosa, un reparto de refugiados solidario y un sistema de detección y vigilancia con obligación de asistir y salvar vidas. No requiere leyes nuevas, pero si compromiso para no seguir eludiendo obligaciones con un importante carácter humanitario.