Pan. Duro. De la semana pasada, pero es pan. Lo ha traído Zicu del mercado de Farhana, tras varias horas agazapado en mitad del camino por miedo a ser descubierto por la policía marroquí. No hay avalanchas. Ni peleas. Se reparte. Hay comida para todos. Entre lo que dejan los excursionistas que suben al Gurugú a pesar de las prohibiciones, lo que recogen de los contenedores de los pueblos de los alrededores, y lo que les suben las oenegés, una iglesia evangélica de Melilla y el arzobispo de Nador, malcomen, pero comen.

En las cazuelas no hay patas de pollo ni cabezas de cordero. "Eso es solo algunos días", sonríe Abdul Baraté. Es de Camerún y quiere practicar el portugués que aprendió con su novia. Preguntamos por dos mujeres. Por Amina Cámara, una senegalesa a la que dos periodistas localizaron el año pasado en el Gurugú con su marido, Fede. Y por Aissatou, una liberiana de 30 años, huérfana y viuda, a la que otro periodista localizó en junio en una tienda de campaña en el Gurugú con sus cuatro hijos pequeños. Son las dos únicas mujeres de las que se sabe que han vivido en los campamentos que rodean Melilla.

De Amina y Fede nadie sabe nada. Nadie la conoce aquí, aunque alguno dice haber escuchado hablar de ella. Sí es muy vivo el recuerdo de Aissatou. Hace poco parió su quinto hijo y fue trasladada a Berkane, a 80 kilómetros de Melilla y cerca de Argelia, donde cada vez se concentran más subsaharianos a los que las autoridades marroquíes alejan por la fuerza de las fronteras con España.