Amedio camino de una de las cimas que coronan el inerte volcán del Gurugú, en Marruecos, tras un angosto sendero cuesta arriba, un inmenso pedregal a la sombra de los pinos sirve desde hace tiempo indefinido de campamento de cientos de inmigrantes subsaharianos que planean cruzar la frontera y llegar a Melilla. Sobreviven como animales. Y se les trata peor que a los animales.

En ese gueto miserable, con vistas privilegiadas a un idealizado paraíso, decenas de jóvenes repartidos por nacionalidades y amistades recolocaban ayer unas estructuras de palos entrelazados que cubren con plásticos y bajo las que se protegen de la lluvia al dormir. Como cada mañana últimamente, ya habían recibido la primera visita de la policía marroquí que había destrozado todo a su paso.

El gueto es también un estercolero en el que se acumula la basura que de tanto en tanto alguien quema para hacer espacio a la nueva. Restos de cenizas que se confunden con las de las hogueras que encienden los policías marroquíes con los enseres de los subsaharianos. Creen que hostigándoles de esta manera huirán del monte. Pero no es así. Ahí siguen. Malviviendo, esperando su momento para cruzar. Y aunque parezca increíble, sonriendo. Porque siguen vivos.

Hace una mañana espléndida en Marruecos. Un sol fuerte y africano ayuda a secar el barrizal que dejaron las últimas lluvias y por el que deambulan bajo los pinos y entre las piedras decenas de vidas que esperan su momento para jugársela cruzando la valla de Melilla. Historias cargadas de miseria, pero que mantienen la dignidad del que ya no tiene miedo a nada.

Es la hora de la comida. Es imposible contar cuántos grupos de hombres sentados sobre piedras construyen círculos alrededor de las hogueras en las que calientan las ollas con los restos de la única comida del día. Hay muchísimos. No es exagerado decir que hay cerca de 500 personas en este campamento.

Se reparten la comida. Lo que haya. Unos hierven una infusión con las hojas de un árbol al que agregan infinidad de azúcar. El líquido amarillento se enfría haciéndolo pasar entre dos viejos recipientes de Cola-Cao que sirven de vaso para compartir. Otros cocinan maíz al que agregan limón, mantequilla y mucha más azúcar hasta lograr un mejunje pastoso de sabor indescriptible. "Intentamos tomar mucha azúcar. Es energía". Lo cuenta Yaguara, de 20 años, de Mali, en un perfecto español que aprendió en su escuela. No quiere fotos. Le da vergüenza que su familia sepa cómo vive.

Muy fino y guapo, Yaguara viste como el resto con un sin fin de prendas, una sobre otra, que han ido acumulando de los basureros o les han entregado las oenegés. Esta vez no es por el frío, porque la mañana es cálida en el Gurugú. Se trata de no dejar nada atrás si hay que huir.

El joven apenas lleva cuatro meses en el Gurugú. Llegó en autobús tras una travesía de 20 días siguiendo los pasos de otros muchos de su aldea. Nadie le contó que a las dificultades de saltar una doble valla de seis metros, coronada desde la semana pasada con alambres con cuchillas, tendría que esquivar las palizas de la policía marroquí.

ESTAMPIDA Desde hace un tiempo, los agentes irrumpen tres veces al día en el campamento. Siempre a las mismas horas, las ocho de la mañana y las tres y las seis de la tarde. A veces, también mientras duermen. Arrasan con todo y en la estampida siempre se llevan detenidos a unos cuantos que suben en autobuses blancos que los trasladan a Rabat o a Casablanca.

Por eso es difícil saber cuantos subsaharianos esperan ahora en los campamentos del Gurugú. Depende de las redadas y de los que hayan podido regresar. José Palazón, el presidente de la asociación pro derechos de la infancia (Prodein) de Melilla, uno de los muchos que luchan por la supervivencia y los derechos de estos inmigrantes, asegura que existen otros campamentos dispersados por las montañas.

Desde el pasado julio, a mitad de la subida al monte, en una gran explanada que era utilizada por oenegés y melillenses para repartir comida a los subsaharianos, hay un puesto de vigilancia permanente. Militares y policías marroquíes controlan la carretera de acceso al Gurugú. Anotan las matrículas de todos los vehículos que suben y advierten que "está prohibido dar comida a los negros". Tal cual.

DIEZ SALTOS Agazapados entre unos pinos al borde de la carretera, cuatro jóvenes asoman la cabeza para comprobar si el vehículo que se acerca deja comida. Bangaly apenas tiene 20 años y lleva cuatro escondido. No puede más. Está agotado. Cuando salió de casa, prometió a su madre viuda que llegaría a Europa. Por eso seguirá intentándolo. Se entristece. "Igual cree que estoy muerto". En todo este tiempo ha intentado saltar la valla diez veces. En cuatro ocasiones lo consiguió, pero fue arrestado por guardias civiles que lo devolvieron a Marruecos a través de una puerta de la valla. Sobre su castigada piel, ya han cicatrizado numerosos cortes de las cuchillas. Regresamos a la base. Las comidas están listas. En medio de lo más sombrío y miserable tienes la sensación de estar en un gran hogar.