Apenas ha transcurrido una semana desde la elección papal del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, jesuita que ha tomado el emblemático nombre de Francisco, fundador de los franciscanos, y ya se ha convertido en el protagonista mediático absoluto en la escena internacional y en todos los terrenos: político, religioso, social, cultural.

En cuanto saltó la noticia de su elección se dispararon las informaciones sobre su complicidad o, al menos su silencio, durante la dictadura argentina, e incluso su falta de apoyo a miembros de su congregación que trabajaban pastoral y socialmente al lado de los sectores marginados de las villas miseria y que fueron detenidos, encarcelados y torturados. Está claro que es necesaria una rigurosa investigación sobre dicho pasado que no puede frenarse por el hecho de que el otrora provincial de los jesuitas haya llegado al papado.

El protagonismo se ha debido también, y de manera especial, a los gestos desmitificadores de la hierática figura papal y al lenguaje más popular, espontáneo, e incluso secular, con el que el papa Francisco se dirige a la gente. Ha renunciado a los ornamentos papales: el pectoral de oro, los zapatos rojos... En vez del tradicional "os encomiendo en mis oraciones", en varias ocasiones ha pedido a los creyentes que recen por él.

Se ha reunido con los periodistas, sin distinguir entre creyentes y no creyentes, sin guión previo, sin reproches, en un clima cordial, para agradecerles el seguimiento de la elección. Se trata de un gesto insólito teniendo en cuenta el miedo cerval que los eclesiásticos tienen a los medios de comunicación. En todas sus comparecencias públicas ha utilizado un lenguaje inclusivo: "hermanas y hermanos", "hombres y mujeres", que choca con el lenguaje patriarcal y los mensajes androcéntricos de los papas anteriores y del magisterio eclesiástico.

Pero el lenguaje inclusivo debe traducirse en prácticas inclusivas de las mujeres en todos los ámbitos, desde el ministerio sacerdotal, hasta el ejercicio de responsabilidades de dirección, pasando por su participación en la elaboración de la doctrina teológica y moral, espacios todos ellos de los que ahora son excluidas. De lo contrario, las palabras se las lleva el viento.

Ha hablado de una "Iglesia y para los pobres" (mejor, de los pobres). En la homilía de ayer se refirió a la necesidad de cuidar con ternura ("custodiar") la creación entera, de cada hombre y de cada mujer, de nosotros mismos y "especialmente de los más pobres, los más débiles, los más pequeños", en referencia directa a la parábola del juicio final, que es la mejor explicitación de la opción por los excluidos: forasteros, hambrientos, sedientos, enfermos, encarcelados. Ha definido el verdadero poder (del papa) como servicio humilde.

Toda una revolución tanto en los gestos y como en el lenguaje que es de agradecer en una institución tan anacrónica como el papado.

Pero no podemos quedarnos en la magia de las palabras y de los gestos. Hay que pasar a cambios más profundos y radicales en las estructuras, la organización, la moral, la doctrina, la economía, las actitudes y la ejemplaridad de vida. Y todos esos cambios no pueden esperar mucho.