El Vaticano es puro bullicio. La única Ciudad Estado del mundo hierve por dentro, con su nuevo Papa Francisco, y también por fuera, que la plaza de San Pedro se prepara para la multitudinaria misa de inicio de Pontificado, el martes 19 de marzo, festividad de San José.

Todo cambia, no solo en apariencia, solo una única cosa permanece, la Iglesia que se adentra en los nuevos tiempos del tercer milenio con un sucesor de Pedro a quien no le puede el protocolo curial y sigue a lo suyo, haciendo de la sencillez virtud y de la cercanía y la improvisación un inmenso caudal de fotografías y comentarios.

El pasado viernes, de nuevo, otra sorpresa, esta vez en el encuentro en la sala Clementina de la Basílica de San Pedro con todos los cardenales de la Iglesia, sean electores o no electores. Francisco besó la mano de varios cardenales del Este, cuando lo normal es que sea al revés, la sumisión al nuevo Pontífice. Con los demás, afable y amistoso, le besaron y la abrazaron, departieron con él con simpatía inmensa la mayoría e incluso hubo quienes le pidieron algo sorprendente, como el cardenal sudafricano, quien le mostró para su bendición una bolsa de plástico llena de libros y Francisco los tocó y los bendijo, sin gesto alguno de contrariedad.

Todo parece posible con el nuevo Papa y la Curia se apresura a acomodarse a estas desconcertantes nuevas formas y significativo es un hecho, no tiene secretario personal aún el flamante Papa y parece no incomodarle. Además, las fotografías ahora públicas del nuevo Papa, vestido de Papa, viajando en autobús con sus hermanos cardenales o pagando su estancia y su manutención hasta ser elegido, atestiguan esa nueva realidad. Gestos y principios en forma de homilía, la del viernes, como programa de Gobierno, en la que sobresalían dos detalles, uno espléndidamente humano: "La vejez es la sede de la sabiduría de la vida. Donemos esta sabiduría a los jóvenes, como el buen vino, que con la edad mejora". Y otro claramente doctrinal y eclesial: "No cedamos nunca al pesimismo, a la amargura que el diablo nos propone cada día, no cedamos al desaliento", proclamó Francisco.

Cuna milenaria de culturas

Por dentro, el Vaticano huele a solemnidad, impresiona todo, desconcierta la profundidad y las dimensiones de balcones y ventanas y lámparas, de muros, columnas y hasta del mobiliario. Una dimensión material que trasciende los sentimientos y se adentra por los mismos poros de la piel. Pero es que por fuera es aún mayor la inmensidad, con la avenida de la Conciliaccione, la plaza de San Pedro, la Basílica, la cúpula y las columnas que bordean este majestuoso solar de fe y devoción. Por todo ello, y porque Roma es cuna milenaria de culturas, estamos ante el lugar más visitado del mundo. Estos días, aún más. El viernes, con la plaza prácticamente intransitable para acomodarla a la misa de toma de posesión del martes (llamada litúrgicamente de inicio de Pontificado), la entrada a la Basílica de San Pedro daba la vuelta entera a la plaza. El deseo, la curiosidad, cualquier promesa e incluso el morbo de estar aquí hace de Roma una ciudad tomada por los turistas amén de los creyentes, que eran mayoría durante el cónclave, que siguen siendo mayoría en este tránsito que nos llevará a San José.

Una ciudad colapsada

Todos los caminos llevan a Roma, escuchamos de siempre, y para convertir el dicho en cristiano hay que presentarse aquí y ver cómo la ciudad confluye siempre hacia el Vaticano, hacia la Iglesia que se edificó a través de san Pedro y san Pablo. Al menos así lo percibimos quienes nos dejamos llevar por el río humano que por avenidas, calles o callejuelas camina en tromba hacia allí. En grupos organizados, de viaje de estudios, en familia o a la propia aventura de la soledad, Roma está colapsada estos días y se espera el colapso total conforme se acerque el martes y varios cordones de seguridad impidan y dificulten el transito libre. Si cualquier ciudad andaluza es caótica de por sí en tráfico por el propio carácter del sur, Roma, con casi tres millones de habitantes, las supera. Si los automovilistas son reacios a cumplir a rajatabla los semáforos, más aún los peatones, que campan a sus anchas, con la tolerancia generalizada de los "caribinieri". Además, moverse en taxi es un ejercicio laberíntico, no solo porque no llevan luz verde y no se distinguen, si no, especialmente, porque son caóticos en la forma y en el fondo, también los propios taxistas.

Moverse en autobús es lo más razonable, son abundantes y el italiano no es complicado de entender. O en tranvía, que a falta de un metro extenso y estructurado por las valiosísimas ruinas que atesora el subsuelo de Roma, es una forma muy aconsejable de llegar a las puertas del Vaticano, donde la vida bulle por fuera y también hierve por dentro.