La calles se convirtieron en ríos. Los árboles y las histéricamente vapuleadas señales de tráfico, en músicos de una tenebrosa orquesta dirigida por el viento. La luna, llena, en faro de un cielo eléctricamente encendido. Y las linternas y luces de los vehículos de emergencia, en luciérnagas de la noche más oscura que recuerde el este de Manhattan. Una llamada de la compañía eléctrica había anunciado a las 15.09 horas que quizá cortaran el servicio para proteger sus instalaciones, para las que quedar enterradas bajo agua salada era el mayor riesgo. "Por favor, entiéndalo --decía la voz de mujer--, esto nos permitirá proteger los equipos y restablecer el servicio cuando pase la tormenta".

Una realidad

Quedaba poco para las 21.00 horas cuando la posibilidad se volvió realidad. Hacía casi una hora que Sandy había tocado tierra. Las bombillas y pantallas que ya varias veces habían reducido brevemente su intensidad se apagaron de golpe. En la ventana de enfrente, la vela encendida dentro de una calabaza de Halloween se hizo la única referencia de luz. De algunos móviles se esfumaron las barritas, y dos palabras confirmaban el aislamiento tecnológico completo: "Sin servicio.

La recomendación de las autoridades siempre había sido quedarse en casa, antes, durante y después de la tormenta, pero la oscuridad, o la curiosidad, o la soledad, llenaron el East Village de paseantes. Jóvenes y mayores, con perros o cámara de fotos. Circulaban por aceras y carreteras desiertas. Prácticamente nadie llevaba paraguas. El agua estaba bajo los pies. El East River había decidido abandonar sus límites y se disparaba por las calles, conquistando primero la Avenida D, luego la C, luego la B- Empujados por Sandy , esos nuevos canales se abrían paso sin piedad.

En su nuevo reino enterraban garages y trasteros y casas en bajos como las de Tony, el superintendente de un edificio en la calle 8. El año pasado Irene ya convirtió su apartamento en una piscina de casi un metro de profundidad, que cuando se vació aún le dejó 12 meses de lucha contra el moho y enfermedades pulmonares. Esta vez ha sido aún peor. Todo, todo, estaba bajo el agua.

La triste Venecia que ayer por la mañana ya había desaparecido anegaba también el lunes una comisaría, un centro de policía que el 11-S se estrenó como centro operativo de la zona cercada tras los atentados y que anoche pretendía ser también núcleo de repuesto, pero en cambio veía sus furgones transformados en botes a merced de la corriente. Y llegaba hasta la Avenida B, donde seis personas hacían una cadena para achicar con pequeños cubos el agua en el bajo donde un día vivió y tocó Charlie Parker.

El mensaje de la llamada automatizada de unas horas antes ("nos permitirá restablecer el servicio en cuanto pase la tormenta") se ahogaba poco a poco en ese río sobre el asfalto. Unas calles más al norte, en el hospital Tisch de la Universidad de Nueva York, Sandy también hacía su conquista. Como en todos los centros médicos, en Tisch había un equipo que debía mantener la electricidad en caso de emergencia. Pero cuando cayó el suministro, el de emergencia también falló. Y la peor de las pesadillas se hizo realidad. Había que evacuar a 200 pacientes, entre ellos 20 neonatos que estaban en la unidad de cuidados intensivos. Había que mantener funcionando respiradores. Había que huir de la oscuridad.

Tisch y el accidente de la planta de ConEdison obligarán a la ciudad a replantearse muchas cosas, quizá, como decía el gobernador Andrew Cuomo ayer, a estudiar la construcción de un dique. Pero el lunes por la noche no había tiempo de echar culpas o de mirar demasiado hacia delante: mientras en Queens ardían 80 casas, en el East Village había que achicar agua y recoger el helado gratis que el dueño de una heladería daba a cualquiera en una tienda donde las neveras tampoco funcionaban.