Si alguien ha conocido Japón a partir de las numerosas informaciones aparecidas desde el terremoto y el tsunami del 11 de marzo, quizá se haya formado la imagen de una sociedad ideal injustamente condenada por la naturaleza a sufrir. No en vano,los medios de comunicación occidentales se han fijado en el comportamiento ejemplar de la población japonesa. Se ha escrito, de forma abundante, sobre su grado de preparación para hacer frente a los desastres, la solidaridad y el orden de los damnificados al repartir lo poco que les quedaba, la disciplina de los ciudadanos para hacer frente a los obligados cortes de luz, la probada capacidad de recuperarse de las hecatombes, la dignidad con la que afrontan la desgracia o la sobriedad al exteriorizar el dolor.

Sin embargo, aunque ciertos, esos aspectos de la sociedad japonesa son solo una parte de la realidad. Japón es un país grande, de larga historia y muy poblado. Es, por tanto, una realidad compleja, difícil de reflejar en unos pocos artículos periodísticos escritos con urgencia.

Para equilibrar un poco este cuadro idílico, podemos hacer una lista de problemas que aquejan a la sociedad japonesa: adicciones; violencia física o psíquica en casa, la escuela o el trabajo; aumento del número de jóvenes que se encierran en su habitación y solo se conectan con el mundo a través del ordenador; prostitución relacionada al consumo de productos de lujo; alta tasa de suicidios; discriminación profesional por origen o género...

La anterior es solo una lista inacabada de elementos heterogéneos citados por los propios japoneses como males de su propia sociedad. Son problemas del mundo moderno, que Japón comparte con otros países. Posiblemente, algunos los afronta mejor y otros peor, e incluso los hay que parecen tan enquistados que se diría que no tiene demasiado interés en solucionar. Está claro que la japonesa es una sociedad normal, donde los problemas se multiplican. Sin embargo, da la impresión de que resiste mejor que otras las tendencias disgregadoras de la modernidad.