Lo único que el tsunami no ha arrebatado a Sendai es la calma. De aquí partieron buena parte de las imágenes que turbaron al mundo: la lengua marina que avanza al encuentro de tierra firme, los barcos empujados como peleles, los restos de coches esparcidos por el litoral, los pueblos desaparecidos en segundos, los cadáveres devueltos por el mar... Y, sin embargo, el pulso cotidiano parece desmentir que aquí convergen tragedias personales y privaciones elementales de agua y comida.

El seísmo arruinó las comunicaciones ferroviarias y Sendai se quedó sin suministros. El agua potable escasea. Muchos hoteles carecen de ella y los botellines están agotados en las máquinas expendedoras callejeras. Las colas son ubicuas en Sendai, una ciudad de un millón de habitantes en el norte con tradición turística. Hay colas frente a los múltiples 7-eleven, a pesar de que sus estanterías están casi vacías. Las hay frente a las gasolineras, aunque no despachan más de 10 litros de combustible por persona. Las hay frente a los escasos restaurantes abiertos, donde el menú es ahora ornamental. La mayoría coloca una mesa frente a la puerta y vende un plato sencillo elaborado con las pocas materias primas que han conseguido. Los reparten en recipientes para llevar, nadie se sienta en el local.

Las escenas recuerdan al racionamiento de cualquier posguerra. Buena parte de la población conserva reservas en casa. Funciona el boca-oreja: se sabe que una tienda abrirá al día siguiente con productos y la gente se encamina hacia ella. Importa poco lo que ofrezca, todo se agradece: un refresco, un helado, chocolatinas...

Disciplina y educación

Las colas muestran disciplina germánica y educación británica. No hay una voz alta, un intento de adelantar el turno, un conato de pelea, un indicio de nerviosismo. "En el día del seísmo me fui a una tienda. Esperé durante dos horas y media, como ellos. Aquí nadie roba, no hay pánico, nadie sube los precios aprovechando la crisis. Tampoco hay acaparamiento, la gente compra lo que necesita con urgencia y deja el resto. Compáralo con aquellas hordas que arrasaban las tiendas tras el huracán Katrina ". Lo cuenta Muniqui Muhammad, estadounidense y profesor de inglés, llegado a Japón en 1998.

La situación mejora lentamente desde el colapso absoluto que siguió al tsunami. En algunas zonas los servicios se están recuperando de manera paulatina. "Ahora ya tengo electricidad y agua corriente en casa, aunque todavía no caliente. Cuesta ducharse con este frío. Llevará mucho más tiempo limpiar todos los destrozos y arreglar la ciudad", asegura Kaoru, publicista de 23 años, mientras espera su turno frente a un vendedor ambulante.

El aeropuerto de Sendai es todavía un batiburrillo de restos de coches, aviones y casas. El distrito costero se ha convertido en un enorme desguace de coches, algunos de ellos volteados y otros en posturas ridículas. Algunos de sus dueños deambulan en busca del suyo. Las casas son ruinas totales, su reconstrucción está descartada. Las tareas de limpieza se antojan homéricas.

En Sendai se cruzan los que huyen y los que llegan en busca de familiares desaparecidos, quejosos por la escasa información del Gobierno. El pánico regresó con una nueva alarma de tsunami con olas de cinco metros a media mañana. Antes de anularse había forzado al Ejército a evacuar a la carrera la zona.

Tia, profesora de 27 años, espera un tren hacia la ciudad de Hokkaido, al norte. "Con el terremoto pensé que mi edificio se caía. Claro que tengo miedo. La madre de mi novio desapareció y aún no la han encontrado", explica con tristeza mientras se dirige hacia el andén.