Una de las intervenciones más sentimentales y significativas en lo que va de cumbre fue la que hizo ayer el delegado del diminuto estado de Tuvalu, Ian Fry, que pidió --casi suplicó-- que se haga algo, y se haga pronto, para frenar el cambio climático: de ello depende algo tan elemental y simple como que su país exista.

Las islas y los atolones que conforman este pequeño estado de la Polinesia, de tan solo 11.600 habitantes, tienen una altitud máxima de cinco metros sobre el nivel del mar, lo que los hace dramáticamente vulnerables a uno de los efectos más temidos del calentamiento global: el deshielo, y el consecuente aumento del nivel de las aguas marinas. "Esta es una súplica apasionada --dijo Fry--. Me levanté esta mañana y estaba llorando, y eso es algo que a un hombre adulto siempre le cuesta admitir". "El destino de mi país --agregó después, al borde de las lágrimas-- está en sus manos". El delegado tachó de irónico que el destino de su país, y de cientos de otras islas en el Pacífico que están en la misma situación, dependa de una decisión que debe tomar el Senado de EEUU, donde está pendiente de aprobación el proyecto medioambiental del presidente Barack Obama, que sería un paso adelante en la lucha contra el cambio climático.

De cualquier modo, el protagonismo de Fry no es accidental: desde el comienzo de la cumbre en Copenhague ha actuado como portavoz de todas esas pequeñas islas y estados gravemente amenazados por la situación. La amenaza en el Pacífico es tan patente que Tuvalu no solo pide un compromiso de los países ricos, sino también de los países emergentes, para que reduzcan sus emisiones de dióxido de carbono, algo que no prevé el texto del pacto que esta cita intenta mejorar: el protocolo de Kioto.

El llamamiento de Fry ha sido respaldado por varias oenegés, en un día en que China, que la víspera dudaba de la sinceridad de las propuestas europeas, calificó de "buen primer paso" la decisión de la UE de destinar 2.400 millones anuales a mitigar los efectos de la crisis.