La noticia, por supuesto, es que un ciudadano británico ha comprado un territorio diminuto en las islas Shetland, en el norte de Escocia, que en menos de tres semanas ha declarado su independencia del Reino Unido y que en el entorno inhóspito del Atlántico Norte se ha entregado él solo a la tarea de crear un nuevo Estado, una nueva moneda, una nueva bandera y toda una serie de estampillas; pero la noticia no sería la misma si el exótico independentista no fuera un abuelo afable de 65 años, navegante rico y frustrado, un anacrónico pero fascinante personaje con una larga historia de descalabros a bordo de su yate, tan larga que acabó ganándose un mote en el que yacen las claves de su personalidad: el capitán Calamidad.

Su nombre es Stuart Hill; su isla --en realidad un desolado islote de 10.000 metros cuadrados-- aparece identificada en los mapas como Forewick Holm, pero Hill le ha devuelto el nombre que tenía hace seis siglos, cuando era territorio noruego: Forvik. Fue su primera acción soberana, ejecutada poco después de cerrar la compra. Pero la más significativa y espectacular, sin duda, fue la elaboración y divulgación, hace una semana, de la declaración de independencia del país, un mensaje breve que de un plumazo y de forma unilateral convirtió a la pequeña Forvik en un Estado autónomo que no reconoce a las autoridades de Londres ni a las de Bruselas. Los internautas británicos ya se preguntan si no sería adecuado declararle la guerra. Titulares: Gordon Brown contra el capitán Calamidad.

UN FENOMENO NO TAN RARO De personajes estrambóticos como Hill se nutre de hecho el mundo de los microestados, tan real y asentado que incluso los editores de Lonely Planet se tomaron la molestia de publicar una guía al respecto. Allí aparecen desde el Principado de Sealand, la plataforma marina situada a pocos kilómetros de las costas británicas, en el mar del Norte, que el ex militar Paddy Roy Bates convirtió en Estado soberano en 1967, proclamándose de paso Su Alteza Real Príncipe de Sealand, hasta la autodenominada República de Molossia, una solitaria vivienda con jardines ubicada cerca de la ciudad de Daytona (EEUU).

El propietario de la casa, Kevin Baugh, la gobierna en calidad de presidente desde hace casi una década, y reclama otros dos territorios estadounidenses, entre ellos la finca de su fallecido padre. A Molossia correspondió el honor de organizar --en el año 2000-- los primeros Juegos Olímpicos de Micronaciones.

Casi todos los microestados son fantasías, pero fantasías con un cierto grado de solidez: suelen tener moneda, bandera, sellos, expiden pasaportes y se rigen por sus propias leyes. "La mayor parte de estos lugares se constituyen como países reales, y una gran parte se lo toman muy en serio", declara Simon Sellars, uno de los autores de la guía Micro Nations. The Lonely Planet Guide to home-made nations . Son, desde cierto punto de vista, todo lo que no es la globalización, así que el mundo globalizado los ignora; ningún país los reconoce, pero, probablemente porque en términos generales no hacen daño a nadie, pueden seguir como si nada. Y allí siguen, con sus nombres delirantes: el Imperio de Atlantium, el Principado de Oceanía Unida o el Reino de Kreuzberg.