La Pasión en Córdoba
El poder de las oligarquías en la Semana Santa
Las cofradías, tras el Concilio de Trento, se convierten en actores clave para la celebración de la Semana Santa. A medida que se consolidan también lo hacen sus relaciones con los grupos de poder, que pronto ven en dichas hermandades una oportunidad para fortalecer su estatus y su influencia en la comunidad

Hermandad de la Caridad. La cofradía estuvo vinculada a la nobleza en sus inicios. / Chencho Martínez
José Manuel Cano de Mauvesín Fabaré*
La interrelación entre las élites locales y las cofradías de Semana Santa es un fenómeno complejo que abarca dimensiones históricas y culturales. Desde sus orígenes medievales hasta su evolución en la contemporaneidad, estas relaciones han sido fundamentales para entender cómo la participación activa de las élites no solo contribuyó a mantener vivas tradiciones centenarias, sino que, en muchas ocasiones, las acabaría configurando como espacios de legitimación del poder social y político.
Las que en un principio fueron asociaciones de fieles que buscaban fomentar la vida cristiana, a través del apoyo mutuo y la realización de obras de caridad, asumieron con el paso del tiempo un papel más relevante en la vida pública, convirtiéndose, sobre todo, tras el Concilio de Trento, en actores clave para la celebración de la Semana Santa.
A medida que las cofradías se consolidaban, también lo hacían sus relaciones con los grupos de poder, que muy pronto vieron en estas una oportunidad para fortalecer su estatus y su influencia en la comunidad. No es de extrañar, por tanto, que distintos miembros de las clases privilegiadas fundasen cofradías o se uniesen a ellas, utilizando su poder económico y social para promover las festividades y darles mayor esplendor. Este vínculo, no solo garantizaba la continuidad de las tradiciones, sino que también servía para legitimar su dominio en un contexto en el que la religión jugaba un papel fundamental en la vida cotidiana.
Las cofradías y hermandades integradas por las distintas clases de nobles que se crearon en pueblos y ciudades a lo largo de la Edad Media española fueron numerosísimas. El historiador Dalmiro de la Válgoma, en un breve estudio publicado en 1962, refería un conjunto de estas antiguas instituciones, cuyo conocimiento provenía, sobre todo, de la documentación probatoria que presentaron sus miembros para el ingreso en las cuatro órdenes militares españolas, en la de Carlos III o en la Escuela de Guardiamarinas. La mayoría no sobrevivieron a la Guerra de la Independencia y las que lo hicieron acabaron desapareciendo con la llamada Confusión de Estados, la Ley de Desvinculación, que suprimía los mayorazgos y los distintos procesos desamortizadores que se dieron en el siglo XIX.
Aunque no quiere decir que fuesen las únicas existentes, en Córdoba sí que aparecen más o menos documentadas como cofradías de nobles la de la Santa Caridad y la de los Santos Mártires, mientras que en la provincia aparecen en Bujalance la de San Nicolás y la de la Veracruz, cuya pertenencia fue admitida por el Consejo de Órdenes como prueba de limpieza de sangre. En todos los casos sus orígenes son muy antiguos y sus patrones suelen ser bastante comunes, incluyendo la ayuda mutua entre sus miembros, las celebraciones de fiestas religiosas y las actividades de lanzas, cañas u otras propias del mundo caballeresco. Con ellas podía exhibirse públicamente la significación social de sus cofrades que, en los casos de corporaciones penitenciales, no sólo se ocuparán de organizar las ceremonias y procesiones de Semana Santa, sino que además desempeñarán un papel de gran importancia en cuanto a cohesión de una sociedad, cuyos estratos más desfavorecidos tenían como único recurso de subsistencia la caridad que ejercían quienes tenían una existencia más holgada. De este modo, en Montilla, por ejemplo, siguiendo el modelo asistencial que existía en otras poblaciones, la hermandad de la Misericordia, al estar instaurada en un cenobio agustino, tomó el modelo de Santo Tomás de Villanueva, conocido popularmente como «padre de los pobres», para obligarse en sus constituciones a sustentar y alimentar a los presos de la cárcel y a las viudas menesterosas, dando atuendo y calzado a los huérfanos y entierro digno a los que habían muerto condenados en la horca, obra de caridad esta última que también llevaba a cabo en la capital la hermandad de la Vera Cruz.
También en Córdoba, la hermandad de Nuestra Señora de las Angustias recogía en sus reglas la obligación de socorrer a los hermanos pobres y enfermos. «Ordenamos y tenemos por bien que si algún confrade nuestro viniere en extrema necessidad o estuviere enfermo y fuere tan pobre que no tuviere de que se proveer que cada confrade hermano nuestro le dé dos maravedís». Incluso, las reglas de la cofradía de San Agustín imponían la obligación de dar ayuda material a los hermanos presos por deudas que no dispusiesen de recursos para poder saldarlas.
En el siglo XVII, otra de las hermandades cordobesas que desarrolló una importante labor social fue la de Jesús Nazareno. Entre otras obras caritativas, sus cofrades se obligaban a dar de comer a doce pobres el Jueves Santo: «para matar el peccado y mortificarse el hombre conviene que haga acto de humildad y dé limosna, queremos y establecemos para siempre jamás deuotamente que entre los hermanos desta cofradía […] se le dé de comer a doze pobres el jueues sancto».
En este sentido, la relación de estas oligarquías con las hermandades puede ser vista como una alianza simbiótica. Las cofradías, al recibir apoyo de la nobleza y las clases altas, consolidaban su importancia dentro del tejido social. Por otro lado, las oligarquías lograban asociarse con prácticas religiosas y caritativas, que reforzaban su posición privilegiada en la estructura social. Esta dinámica llegaría a manifestarse de diversas formas, que iban desde la participación activa de nobles en los actos religiosos organizados por las distintas confraternidades, hasta la inclusión de su heráldica en las capillas, tronos, pendones y demás elementos propios de la hermandad.
El simbolismo que impregna los rituales de Semana Santa ha reflejado en numerosas ocasiones la vinculación entre las clases dominantes que beneficiaban con sus donaciones a las cofradías y las propias confraternidades que les garantizaban la perpetuación de su memoria a través de los legados recibidos. Estos actos eran mucho más que una simple demostración de fe, puesto que se convertían en afirmaciones públicas del poder y riqueza de determinados linajes.
Precisamente, dentro de ese simbolismo, la vestimenta utilizada por determinados participantes de los desfiles penitenciales reflejaba en ocasiones el fenómeno antes descrito, ya que las insignias y colores de sus atuendos se asociaban a determinadas casas nobles, acentuando la visibilidad del linaje en los actos de devoción. Sería este el origen de algunas de las figuras más características que aparecen en los cortejos procesionales y que reciben el nombre de libreas y servidores. La definición del primero de los términos correspondería a la de un diseño identificativo (uniforme, ornamento o insignia) que indica propiedad o afiliación y es utilizado generalmente en personas o vehículos. La inclusión de determinados colores o elementos heráldicos en atuendos como levitas y casacas evidenciaban el vínculo con la institución o casa nobiliaria a la que servían.
Así lo recuerdan los modelos actuales que mantienen las formas utilizadas por estos servidores en los siglos XVIII y XIX, tiempos en los que no resultaba extraño que las familias más pudientes cediesen a sus criados y mayordomos para que sirvieran en las cofradías de su patronazgo. En su origen, por tanto, el servidor que vestía de librea era alguien ajeno a las propias hermandades, de ahí que no hicieran estación de penitencia como sí hacen los actuales y aunque su función ya es meramente simbólica como acompañantes de algunas cruces de guía o portando faroles, siguen recordando la relevante interacción que a lo largo del tiempo existió entre las cofradías y la aristocracia.
Cofradías y nobleza
Esta relación propició también implicaciones sociales y políticas ya que, históricamente, las cofradías han funcionado como plataformas desde las cuales se ha ejercido influencia sobre la vida comunitaria. Ante la presencia de conflictos sociales o inestabilidad política, las élites utilizaron su vinculación con ciertas cofradías para legitimar su autoridad y mantener el orden.

Córdoba. Detalle de la venerada imagen de la Virgen de los Dolores. / Archivo Mauvesín
Muchas de ellas, bajo el auspicio de la nobleza, también se convirtieron en herramientas de cohesión social. En tiempos difíciles, proporcionaban ayuda humanitaria y apoyo a los más necesitados, de modo que, sus componentes, al estar asociados a estas causas benéficas, solidificaban su imagen pública, presentándose como benefactores de la comunidad. Un caso representativo lo tendríamos en la hermandad de la Caridad de Córdoba. Fundada en la segunda mitad del siglo XV en el monasterio franciscano de San Pedro el Real, tuvo en su origen un carácter asistencial que se afianzaría a finales de la centuria cuando construye el hospital de la Santa Caridad en la Plaza del Potro, trasladando allí su sede. Aunque sus primitivos impulsores fueron artesanos y comerciantes, muy pronto quedaría en manos de la nobleza, que fue alcanzando distintas prerrogativas, tanto del concejo municipal como de los propios monarcas, erigidos en sus protectores. Los Reyes Católicos, Juana I, Carlos I y Felipe II formaron parte de esta corporación, al igual que lo harían destacados miembros de la élite local, como el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba.
La llegada del siglo XVI le aportaría nuevos privilegios, como los otorgados en el año 1500 por el papa Alejandro IV, ratificados en 1534 por el entonces obispo de Zamora, don Francisco de Mendoza, hijo del segundo conde de Cabra. Todo ello no hizo sino que el control de la hermandad por parte de la alta nobleza fuese cada vez más estricto, exigiéndose prueba de sangre para poder pertenecer a ella. Así lo encontraremos también en la Ilustre Hermandad de la Misericordia, fundada en el convento de San Agustín de Montilla en 1667. Sus 35 miembros, que contaban con la protección del duque de Medinaceli, debían ser hijosdalgos, por lo que queda patente que la limpieza de sangre era un requisito indispensable para ser admitidos.
Las reglas fundacionales de la cofradía de Jesús Nazareno de Pozoblanco, aprobadas por el obispo de la diócesis en 1606, también establecían el «estatuto de limpieza» para quienes pretendiesen ser admitidos en ella. Los seises, miembros encargados de valorar las solicitudes, debían comprobar que eran «cristianos viejos», no descendientes de conversos ni de quienes hubieran tenido oficios viles como verdugos, pregoneros o carniceros, profesiones que tampoco podían ejercer los aspirantes a hermanos. La presencia de las élites nobiliarias, ocupando los cargos más representativos de determinadas corporaciones será una constante a lo largo del tiempo y así lo corroboran testimonios documentales. Un ejemplo lo tendríamos en Aguilar de la Frontera, donde en una escritura de venta de unos olivares fechada en 1661, el mayordomo de la cofradía de la Vera Cruz, José de Montemayor Rico, familiar del Santo Oficio, solicitaba al prelado cordobés la pertinente autorización, constando que lo hacía «en nombre de su Excª. el Sr. Marqués de Montalbán mi señor hermano mayor de dicha cofradía y por los demás cofrades de ella».
En Doña Mencía serán los Alcalá Galiano quienes se vinculen con la venerada imagen de Jesús Nazareno, que recibía culto en la iglesia conventual y parroquial de la villa, y si ya en el año 1680 el familiar del Santo Oficio y tesorero del duque de Sessa, Juan de Alcalá Galiano, le otorgaba un importante donativo, su nieto, Juan de Alcalá Galiano Flores y Calderón, caballero de Santiago y primer marqués de la Paniega, se convertirá en patrono de la capilla que, entre 1737 y 1742, se erigió en el nuevo templo barroco que los dominicos estaban construyendo: «Don Juan Alcalá Galiano Florez […] Al dicho y sus sucesores se concedió por la Comunidad la Capilla y Camarín de Nro. Pe Jesús, con enterramiento y pusiese escaño para si y sus descendientes con tapa y llave para él y los suyos».
Donaciones y privilegios
El mecenazgo de las clases privilegiadas hará que durante la etapa barroca las capillas y altares donde reciben culto las imágenes de mayor fervor popular se transformen por completo. Los protocolos notariales registran numerosas mandas testamentarias, que se complementan con las donaciones inventariadas en los archivos eclesiásticos y en los de las propias hermandades y cofradías. Así consta, por ejemplo, como en la capilla de Jesús Nazareno de Doña Mencía, el ya citado marqués de la Paniega «Dio para la fábrica del dicho Camarín mil y cien reales, y quedó con la obligación de mantener perpetuamente el Altar de manteles, candeleros, frontal, velo, y demás precio al mayor lucimiento. Y fundó una Memoria Cantada con Responso el día 14 de septiembre, poniendo el Convento la Cruz Alta y dos hachas sobre su bóveda, y la dotó con quince reales».
Los lujosos ornamentos que exhiben las imágenes otorgarán boato y esplendor a los desfiles penitenciales, siendo expresión de la vitalidad y pujanza del movimiento cofrade, a la vez que servirán para poner de relieve el estatus social de los donantes. Así, se aprecia en el testamento otorgado el 17 de junio de 1680 por don Juan de Alcalá Galiano, donde consta igualmente la vinculación familiar con la cofradía del Nazareno de Doña Mencía: «Mando de mis vienes y hazienda se haga un manto de terciopelo liso negro con sus puntas de plata u oro para Nra. Señora de la Soledad, que sale en la Cofradía de Nro. Padre Jesús de Nazareno, el Viernes Santo por la mañana, a la qual la mando de limosna y que se entregue a su Hermano Maior, y se ponga por libro la persona por quanto se da, para que en todo tiempo conste la mucha deboción que siempre e tenido y tengo a dicha Cofradía, a la qual tengo dado assimismo dos cordones de seda, y hilo de oro con su ojuela para la ymagen de Nro. Padre Jesús».
Esas vinculaciones se aprecian también de forma significativa en Cabra, donde en la segunda mitad del siglo XVII miembros de la élite local dejaron donativos a las cofradías a fin de ocupar en las procesiones los puestos más relevantes. De este modo, en el testamento que otorga Salvador Ortuño de Arana en 1664 se hace constar «que todos los poseedores del vínculo y mayorazgo que había fundado Diego de Arana, su hermano, tenían obligación de sacar el primer estandarte en las procesiones». A cambio de ello, se entregarían seis arrobas de aceite anualmente, una obligación que sufrió retrasos en numerosas ocasiones, pero que, aun así, permitió a la familia Arana mantener este privilegio hasta finales del siglo XVIII».
Por su parte, Bernardo Sánchez de Mosqueda se comprometía en 1669 a legar «una soga de hilo de oro y seda de doce varas de largo con sus borlas para que llevase Jesús Nazareno en la procesión del silencio». Esta donación se hizo para que un miembro de su familia llevase cogida la soga de oro durante la procesión. Ese mismo año, tal y como detalla el inventario de la cofradía, custodiado en el archivo parroquial de la Asunción y Ángeles de Cabra, Tomasa de Luque Palomo donaría una «túnica de felpa morada», con la condición, igualmente, de que uno de sus familiares llevase cogida la cola durante la procesión. Igualmente, tal y como lo habían hecho los Alcalá Galiano en Doña Mencía, varios hermanos mayores de la cofradía de Jesús Nazareno y Santo Entierro realizarían importantes donaciones para que tanto ellos como sus descendientes tuviesen un lugar de enterramiento privilegiado en la capilla donde se veneraban las sagradas imágenes.
A lo largo del tiempo, tales concesiones fueron causa de enfrentamientos entre distintas familias que pretendían llevar la soga de oro o la cola del manto de Jesús, ofreciendo para ello donaciones de mayor cuantía. Así tenemos como en 1785, el presbítero José Ramón Portocarrero, que ejercía además de hermano mayor de la cofradía, donó una túnica bordada en oro más lujosa que la entregada por Tomasa de Luque, con lo que sus descendientes perdieron el privilegio de llevar la cola durante el cortejo procesional.
Este tipo de disputas reflejaba la pugna entre clanes familiares que aspiraban a destacar socialmente sobre otros, toda vez que, como se ha dicho, estas prerrogativas cofradieras se asimilaban con frecuencia a supremacía social. Don Juan Valera, en una de sus cartas, narraba como su hermanastro, José Freüller Alcalá-Galiano, V marqués de la Paniega, había emprendido una «guerra santa contra los Muñoces» (en referencia a los Muñoz-Reinoso) por el control de la cofradía del Nazareno de Doña Mencía.
El argumento esgrimido en estos casos solía referirse, tanto a los vínculos de sangre, como a los de tipo económico por costear de su pecunio determinados gastos de la procesión. Así, lo encontramos en la cofradía de la Soledad de Cabra donde los hermanos Alonso y Jacinto Hurtado Repiso sacaban el pendón, principal costeando a cambio de ello cincuenta hachas encendidas. A la muerte de Alonso Hurtado, sus hijas Paula y Luisa transmitieron el citado privilegio a sus parientes Andrés y Juan de Alcántara, dejando para ello treinta aranzadas de viña y otras tantas de olivar en el partido de la Esperanza.
Algunas familias se mantuvieron en sus privilegios hasta finales del XIX, surgiendo en algunos casos enfrentamientos con las juntas de gobierno al no querer renunciar a ellos. Así pudo constatarse en el cabildo celebrado por la cofradía del Nazareno baenense el 23 de marzo de 1904 cuando se informa del nombramiento de nueva camarera de Jesús, añadiendo que la anterior «se había negado a entregar las túnicas de la imagen, exigiendo ciertos derechos que la directiva no le reconoció».
En otras ocasiones, sin embargo, serán los propios descendientes del benefactor quienes pretendan desvincularse de unos compromisos que, aunque les supusieran cierto prestigio social, les resultaban en exceso gravosos. Así lo manifestó en 1783 Juan María de Mora Salcedo, hermano mayor del Nazareno de Lucena, cuando los cofrades le exigieron que diese cumplimiento a las disposiciones testamentarias de su padre y antecesor en el cargo, Antonio de Mora, que había emprendido las obras de un nuevo camarín y una capilla más amplia, a cambio de ser designado patrono, entre otros privilegios. Las presiones ejercidas lograrían, finalmente, que tres años más tarde se firmase un pacto aceptado por el heredero en el que se obligaba a costear la finalización de las obras, a cambio de que la cofradía se decantase por un proyecto más económico.

Lucena. Imagen antigua de la talla de Jesús Nazareno. / Archivo Mauvesín
Varios lustros más tarde el acuerdo seguía sin cumplirse y ya con José María Valdecañas, como nuevo hermano mayor, se inició un pleito prolongado hasta 1797, que concluyó con la renuncia de la cofradía a los compromisos adquiridos por el fundador del vínculo para él y sus descendientes, a cambio de la aportación de 20.000 reales para las obras que se concluyeron en el mes de junio de 1802.
El siglo XIX presentó una gran paradoja para las hermandades y cofradías ya que, si bien es cierto que las medidas desamortizadoras las despojaron de sus bienes raíces e incluso en muchos casos de las propias iglesias en las que tenían su sede, el ascenso de una nueva clase social que basará su dominio en el latifundismo agrario propiciará el aumento del patrimonio cofrade. Para entender este fenómeno debemos situarnos en el periodo isabelino, momento en que, con el paréntesis de la revolución de 1868, se inicia la recuperación de las celebraciones pasionales que llegará a su cénit durante la restauración borbónica con Alfonso XII. Surge entonces la conocida como Semana Santa romántica, caracterizada por la reorganización de las cofradías y la recuperación de su patrimonio que se irá enriqueciendo con nuevos elementos ornamentales. Los poderes públicos apoyarán la celebración de la fiesta como uno de los signos de identidad postulados por el romanticismo y los miembros de las oligarquías locales tendrán un especial interés en vincularse con determinadas hermandades, dejando para ello importantes sumas de dinero, costeando nuevos enseres o regalando para el exorno de las imágenes valiosas joyas que habían sido de su patrimonio.
En la provincia tendríamos casos tan representativos, como la cofradía que realiza su estación de penitencia en la mañana del Viernes Santo y, más concretamente su hermandad de nazarenos, nutrida esencialmente de la nueva burguesía agraria. En su afán de presentarse como continuadores de la más genuina élite local, buscarán vincularse con la devoción a la Virgen de los Santos, que se traslada a la población desde su ermita en el Monte Horquera. Sin embargo, apellidos como Gamboa, Isla, Gutiérrez de Medinilla, Comarcada, Góngora o Cabrera ya no proliferarán en sus filas. Los hijosdalgos de antaño habían desaparecido de las instituciones y de la vida social de un municipio, donde familias hasta entonces desconocidas, irán configurando una nueva oligarquía. No es de extrañar, por tanto, que sus miembros intentasen emular a los que aún quedaban como herederos de aquella nobleza que durante siglos habitó en el barrio de la Almedina y si el magistrado Manuel María Pineda de las Infantas, presidente de la Audiencia de Zaragoza y del Consejo de Órdenes Militares, donó para la imagen del Nazareno la medalla de la justicia que llevó durante toda su carrera como distintivo profesional, en 1881 Tomás Parraverde regalaba unos cordones de hilo de oro para la nueva túnica que estrenaba el titular de la cofradía. Francisca de Frías y Villalobos costeó los 1.400 reales del terciopelo sobre el que se había bordado y más adelante, el senador Ruiz Frías haría lo propio con unas andas de plata meneses sobre las que procesionaría la venerada imagen.
Entre los últimos lustros del siglo XIX y primeros del XX, un buen número de cofradías cordobesas recibirán importantes donaciones que, en el caso de la capital, estarían encabezadas por la diadema que luce la Virgen de los Dolores, la misma que portaba la marquesa de Conde Salazar cuando acudía al palacio real de Madrid. A la muerte de la aristócrata fue legada en disposición testamentaria a la que se dio finalmente cumplimiento en 1892. El corazón de oro con excepcionales diamantes, donado por el empresario Eustasio Terroba, el juego de alfileres de rosetas que entregó la condesa de Cañete de las Torres y la sortija con un brillante de siete quilates de la familia Pineda de las Infantas son algunas muestras del interés que mostró la élite de finales del siglo XIX por enriquecer el joyero de la señora de Córdoba.
El surgimiento de la burguesía y la revitalización cofrade
Para comprender el poder de la burguesía en las cofradías de Semana Santa es necesario situar este fenómeno en un contexto histórico. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, Córdoba experimentaría una progresiva transformación social y económica, caracterizada por el crecimiento de la clase burguesa. Este grupo emergente, compuesto por comerciantes, profesionales liberales y grandes propietarios surgidos tras las desamortizaciones, buscó legitimarse socialmente, a través de distintas vías, entre ellas, la de carácter religioso.
El auge de la burguesía en la ciudad coincide con un periodo de revitalización de las tradiciones pasionistas, donde las cofradías, hasta entonces dominadas por la aristocracia y el clero, empezaron a ver cómo los miembros de la nueva clase media asumían roles de liderazgo que les permitían reforzar su poder y prestigio social. Su involucración, ocupando los principales cargos directivos (muchas hermandades veían en ellos la solución a sus penurias económicas) les permitió influir en las decisiones sobre la organización de las procesiones y la gestión de recursos con que se contaba para ello. Paralelamente, la burguesía contribuyó de manera significativa al enriquecimiento material de las cofradías, mediante donaciones y patrocinios que permitieron la adquisición de nuevos enseres y la considerable mejora en la estética de los desfiles penitenciales. La fama que, gracias a ello, irían adquiriendo determinadas corporaciones promovería un sentido de identidad colectiva que posicionaba a sus miembros como actores relevantes en el ámbito social y cultural de la ciudad.
A medida que las nuevas élites fueron asumiendo más protagonismo en la organización interna de las cofradías, las procesiones de Semana Santa experimentaron notables cambios. Si en su origen tenían un carácter popular y comunitario, ahora comenzarían a adoptar una estética más sofisticada, reflejando los gustos y aspiraciones de la clase media en ascenso.
La sencillez de los primitivos pasos procesionales daría paso a una auténtica transformación que los convertirían en auténticas obras de arte. Las imágenes fueron cuidadosamente restauradas y, a pesar de la oposición mostrada en algunos casos, acabaron luciendo valiosas preseas.
Con la introducción de estos nuevos elementos visuales, el público atraído por estas celebraciones sería cada vez más amplio, iniciándose un proceso que culminaría en el siglo pasado con la consolidación de Córdoba como destino cultural de interés en Semana Santa. Sin embargo, la búsqueda de reconocimiento social de los nuevos gestores cofradieros, llevó en muchos casos injerencias políticas en todo ajenas al sentido espiritual de una organización religiosa. De hecho, en Lucena, el tránsito entre los siglos XIX y XX, reflejó estas tensiones poniendo de relieve el control que la oligarquía local podía ejercer desde el gobierno de una cofradía. Así pudo constatarse en la del Nazareno donde la pugna entre liberales y conservadores se tradujo en accidentados comicios, denuncias de fraudes electorales e incluso disturbios que llegaron a requerir la intervención del prelado.
Tanto en la capital como en la provincia las élites locales tendrán preferencia por determinadas hermandades, consolidándose como verdaderos clanes que ejercerán un poder casi absoluto en sus organizaciones internas. La lucha por el control del Viernes Santo, el día de mayor importancia en la Semana Santa cordobesa, se aprecia en el interés que manifiestan los miembros de las familias más pudientes por pertenecer a las hermandades que procesionan en este día. En la mayoría de casos, como el ya citado de Lucena, será la cofradía de Jesús Nazareno, si bien en otros como en Baena, además de esta también los veremos integrados en la noche del Viernes Santo, al igual que ocurre en Castro del Río, donde la práctica totalidad de la burguesía agraria pertenece a la Muy Antigua y Venerable hermandad del Santo Sepulcro y Soledad de Nuestra Señora.
A pesar de los aspectos positivos de la participación burguesa en las cofradías, es esencial reconocer que este fenómeno también conllevó una serie de tensiones, generando fracturas en el seno de algunas cofradías, en las que las reivindicaciones de estatus y prestigio de un determinado grupo, ocasionaron conflictos con otros hermanos que pugnaban por un carácter más comunitario y participativo. Un caso elocuente lo tenemos en las cofradías baenenses de Jesús Nazareno y Dulce Nombre de Jesús, Santo Cristo del Calvario y Soledad de María Santísima. Dado que, en esta localidad del sur de la provincia, una cofradía corresponde, generalmente, a un conjunto de hermandades, algunas (de por sí muy restrictivas) tomaron el carácter de matriz y si en la primera los miembros de la directiva tendrían que pertenecer necesariamente a la hermandad de nazarenos, en la segunda habrían de serlo del Santo Sepulcro, impidiendo a los cofrades que no formaran parte de ellas el acceso a los cargos de gobierno.
La búsqueda de representatividad y control llevó a algunas cofradías a desvirtuar su propósito original, convirtiéndose en espacios de elitismo donde el sentido religioso se veía eclipsado por intereses mucho más terrenales. No obstante, las disposiciones del estatuto marco, establecido por las autoridades diocesanas, terminaría eliminando un privilegio que en los últimos tiempos ya había sido muy cuestionado. El poder de la burguesía en las cofradías penitenciales transformó la estética y organización de las procesiones como lo haría también en el tejido social y cultural de la ciudad y su provincia. La Semana Santa de Córdoba se convertía en un fiel reflejo de la compleja interacción entre fenómeno religioso, clase social y cultura.
La importancia de un título
La Semana Santa, como celebración que trasciende del ámbito religioso, es, sin duda, un fenómeno social que aglutina valores etnográficos de gran relevancia. En este contexto, las cofradías han venido desempeñando un papel fundamental, no solo por la organización de los actos litúrgicos, sino también por haber preservado tradiciones centenarias que, de otro modo, habrían desaparecido. En ese sentido, los títulos que anteceden a la advocación de muchas de ellas, representan una peculiaridad interesante si se tiene en cuenta que en la sociedad actual los títulos y distinciones han ido perdiendo sus valores primitivos.
La relevancia de estas dignidades en el ámbito de las cofradías puede analizarse desde diversas dimensiones, si bien en todas ellas sería necesario considerar el aspecto histórico, ya que su origen estaría ligado a la vinculación de la corona, el estamento nobiliario o alguna orden religiosa, consolidando la idea de que pertenecer a una cofradía era, en muchos casos, sinónimo de honor y compromiso.
La presencia (aunque fuese honorífica) entre las filas de hermanos de algún monarca, miembro de la Casa Real o noble destacado, atraía a nuevos miembros y concitaba la atención de la sociedad. El asociar esta pertenencia a un estatus elevado generaba percepción de prestigio e importancia a la actividad cofrade, lo cual, en última instancia, facilitaba su desarrollo. Aunque en cierto modo hoy también ocurre, a finales del siglo XIX muchas personas deseaban establecer vínculos sociales que implicasen cierto nivel de reconocimiento.
Por tanto, la existencia de nobles dentro de una cofradía contribuía al aumento de su visibilidad y aceptación. La nueva burguesía se mimetizará con las formas de la nobleza, queriendo emular cuantos elementos externos la caracterizaban e incluso, dado que por ascendencia no lograrían conseguirlos, muchos recurrieron a los títulos pontificios que podrían conseguirse a cambio de importantes servicios o generosos donativos a la Iglesia. La abusiva práctica que llevaron a cabo un buen número de banqueros, terratenientes, políticos y ricos comerciantes, trajo cierto descrédito a estas distinciones hasta el punto que el propio Pérez Galdós ironizaba en sus Episodios nacionales, a través de un diálogo entre Pepe y Segismunda, una arribista con deseos de ennoblecerse: «Aspiro a darme un poco de lustre, me convendría un titulito de esos que da el Papa y cuestan poco dinero. Me ha dicho Cristeta que tú, con ponerle una carta a tu amigo Antonelli, el ministro del Papa, tendrás los que se te antojen».
Era evidente que las pretensiones sociales jugaban a favor del desarrollo en determinadas cofradías. No sorprende, por tanto, que la de Nuestra Señora del Rosario de Baena aumentase sus efectivos, hasta superar los 1.200 hermanos, coincidiendo con la protección que le otorgasen Isabel II y, más tarde, Alfonso XIII.
Algo muy similar ocurriría en Córdoba con la hermandad del Caído ya que, a partir de 1922, la presencia del marqués de la Mota del Trejo, del de Villaseca o del conde de Villanueva de Cárdenas, no solo conllevó la sustancial mejora en la estética del desfile penitencial, sino que también posibilitó el aumento de su patrimonio artístico y lo que era más importante, el número de hermanos que la componían.

Jesús Caído. La presencia de nobles en la cofradía desde 1922 permitió aumentar su patrimonio artístico. / A.J. González
Por su parte, en cuanto a dimensión simbólica, los títulos han conferido un carácter excepcional a las cofradías que los portan ya que en el ámbito de la Semana Santa, la estética, la tradición y la representación visual son elementos clave que generan un gran impacto emocional entre los fieles y participantes.
La importancia de un título o distinción en el ámbito de las cofradías es innegable, ya que fortalece su propia identidad cultural y mantiene unos protocolos que perduran a pesar del paso del tiempo. Así, por ejemplo, en la celebración del Corpus Christi en Baena, el ser o no sacramentales, la antigüedad en la solicitud de asistencia o la propia de la cofradía en sí, determinaba si su acompañamiento sería más o menos cerca de la Custodia procesional.
Precisamente, las fechas de fundación que tradicionalmente han establecido determinadas preeminencias entre cofradías, también han generado numerosos pleitos y disputas, así como una pugna por llevar el título de archicofradía, aunque hoy no revelase mas que una mayor antigüedad o el estar unidas a otras en Roma. Aún así, los verdaderamente apetecidos han sido siempre los títulos reales y pontificios que además podrían ir acompañados de otros relacionados con su naturaleza (sacramental, penitencial…), vinculación con alguna orden religiosa (franciscana, cisterciense…) o atribuciones de tipo piadoso (fervorosa, humilde…).
Aunque son muchos los ejemplos que podrían citarse, en atención a lo limitado de estas páginas, haremos referencia tan solo a las hermandades y cofradías penitenciales de la capital, con algunas relevantes excepciones de la provincia.
En primer lugar, tendríamos las que ostentan los títulos de Pontificia (la Paz, el Caído y las Angustias coronada), Real, Ilustre y Muy Ilustre. Con el último de ellos tendríamos a la cofradía de la Pasión, mientras que los dos anteriores preceden a las advocaciones de la Merced, Vera-Cruz, Sentencia, Calvario, Esperanza, Paz, Nazareno, Expiración y Resucitado. También llevan el título de Real las corporaciones del Rescatado, Amor, Caído, Caridad, Angustias, Expiración y Dolores, en tanto que en la provincia podrían citarse a la del Nazareno de Montoro, con distinción otorgada por Alfonso XIII en 1927 o a la archicofradía de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, Nuestra Señora de las Angustias y Nuestro Padre Jesús en su Descendimiento (Angustias) que, aunque reorganizada en 1970, había sido erigida canónicamente en 1864 tras la Real Orden otorgada por Isabel II. Fue esta monarca la que el 7 de julio de 1857 se inscribió como hermana mayor y protectora de la archicofradía de Nuestra Señora del Rosario de Baena, ingresando también en sus filas el rey consorte y la princesa de Asturias. En este caso, la más que posible influencia del conde de Catre y marqués de Portago, natural de la localidad, harían que la reina donase en 1858 una corona para la Virgen, otra para el Niño Jesús, un cetro, una media luna y el rosario que lució en sus esponsales.
La vinculación con la Casa Real continuaría en la siguiente centuria cuando el 23 de marzo de 1903 Alfonso XIII acepta el cargo de hermano mayor. El auge que gracias a ello consigue la archicofradía la llevó a vincularse en la década de los años 20 con las celebraciones de Semana Santa, pasando a procesionar el Domingo de Pascua junto a una imagen del Resucitado adquirida al efecto.
Si el título de archicofradía evidenciaba una fundación remota, otros como Antigua, Centenaria y Muy Antigua, vendrían a significar lo mismo. En Córdoba, dentro de las pasionales, lleva el último distintivo la de la Vera-Cruz, mientras que a la hermandad de Ánimas se la cita como Antigua y a la de las Angustias como Centenaria.
El paso de los siglos y el celo de sus cofrades otorgaría también la calificación de Venerable, ostentándolo en la capital la Merced, Vera-Cruz, Esperanza, Caído, Paz, Expiración y Dolores, mientras que en la provincia podríamos citar como ejemplo a la archicofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno en Lucena.
Como Piadosa se distingue a la Vera-Cruz, al Calvario y a la Misericordia, siendo el Remedio de Ánimas la única que lleva el título de Muy Humilde. En base a la devoción popular que despiertan sus titulares, la hermandad de la Pasión incluye en su nombre el título de Fervorosa, mientras que las del Prendimiento y Sagrada Cena se anteceden con el de Muy Mariana. Por su parte, la cofradía de la Sangre es nombrada como Seráfica en clara alusión a la bondad de los ángeles serafines, a la vez que se la refiere también como cisterciense por su vinculación con esta orden religiosa. La alusión a distintas congregaciones la tendremos igualmente en la hermandad del Prendimiento (salesiana), la Piedad (claretiana), el Cristo de Gracia (trinitaria), la Soledad (franciscana) y los Dolores (servita). El título de sacramental lo ostentan la Estrella, Vera-Cruz, Agonía, Sangre, Prendimiento y Sagrada Cena, siendo, por último, la hermandad del Calvario es la única que se presenta con el título de secular.
No podría finalizar esta relación si hacer una especial referencia a la Semana Santa de Cabra, en tanto que se trata de la localidad de la provincia donde procesionan mayor número de cofradías y hermandades con el título de Real. Vera Cruz, Soledad, Nazareno, Socorro, Sentencia y Paz, Huerto, Lavatorio, Calvario y Santo Sepulcro, ostentan dicha distinción.
Cabra
Dada la vinculación que a lo largo del tiempo han tenido ilustres egabrenses con la monarquía española, algunos de los nombramientos datan de épocas pasadas. Sin embargo, otros serían mucho más recientes. Es el caso de la hermandad de Nuestro Padre Jesús de las Penas y de la Oración en el Huerto, y Antigua Cofradía de Nazarenos del Santísimo Rosario de Nuestra Señora de la Aurora, Señor San Sebastián y Benditas Ánimas del Purgatorio, que recibió la distinción en 1984. Al igual que ha ocurrido en otras ocasiones, la propia entidad argumentaba orígenes mucho más antiguos en cuanto a título regio, resultando controversias e interpretaciones que, a veces, carecen de suficiente rigor documental e histórico.

Cabra. Cristo de la Expiración, conocido antiguamente como El Calvario de la Vizcondesa / Archivo Mauvesín
Precisamente, la interpretación de una carta que el cardenal Herranz Casado dirigió a la cofradía de la Vera Cruz y Nuestro Padre Jesús del Prendimiento de Baena, su localidad natal, sería el origen de uno de los títulos que hoy ostenta. El purpurado agradecía en la misiva, fechada el 23 de mayo de 2010, que, a raíz de su visita a la localidad, le hubiesen nombrado hermano mayor honorario de la «ilustre» corporación. No hicieron falta mayores argumentos ya que ese mismo año dieron traslado a la diócesis del tratamiento que les dio el cardenal en aquella carta y desde ese mismo momento se autorizó a que incorporasen a su nombre el título de Ilustre.
Los Círculos de poder
A lo largo de la historia, han sido muchas las cofradías cuyo gobierno se ha vinculado en exceso a miembros de una misma familia, habiendo sido la propia entidad quien, generalmente, buscando solucionar sus exiguas economías, recurrían a quienes podían resolver con su peculio los gastos de las procesiones y el exorno de las imágenes. Así lo vemos en la cofradía egabrense de Nuestra Señora de las Angustias, que desde 1918 venía procesionando, gracias a los esfuerzos de un nutrido grupo de estudiantes. Una década más tarde, aquellos jóvenes cofrades requirieron a quien consideraban podía hacerse cargo de los gastos que ocasionaba la salida procesional. Así lo reflejaba el periódico local La Opinión, número del 26 de febrero de 1928: «La Sra. Vizcondesa de Termens ante los ruegos y excitaciones de varios cofrades, accede amablemente, a ser Hermana Mayor de la cofradía de las Angustias y del Santo Cristo de la Expiración. Esta escultura de tamaño natural, que dicha señora ha traído para la capilla de su casa, resulta por la pureza de líneas y expresión suprema de angustia del rostro de la Imagen, una obra del arte religioso de gran mérito...».
Incluso a veces, emulando la participación en los cortejos penitenciales de los antiguos servidores de casas nobiliarias, eran sus propios empleados quienes desfilaban como hermanos.
Hermano Mayor
La elección de hermano mayor y demás miembros de la junta de gobierno, se veía restringida a un reducido número de cofrades, siendo el clero secular quien propondría en muchas ocasiones los que eran de su confianza. Así lo vemos nuevamente en Cabra cuando el 8 de septiembre de 1679 dimitió Luis Fernández Tejeiro, como hermano mayor de Jesús Nazareno, resultando elegido Antonio de Paz y Guerra por 134 votos, frente a 46 que obtuvo Andrés de la Rosa.
Sin embargo, apenas dos meses más tarde, el 5 de noviembre, «pidió por excusado de dicho oficio por justas causas». Ante esta situación el vicario propuso una terna compuesta por Antonio de la Rosa (que no obtuvo ningún apoyo), Luis Andrés de la Rosa y Juan Gómez de Aguilar y Aranda, caballero de la Orden de Santiago, que resultó finalmente elegido por 10 votos frente a los 6 que había recibido el otro candidato. Esta práctica restringida, a propuesta del vicario, volvería a llevarse a cabo en diversas ocasiones.
Qué duda cabe que cuando la creación de una nueva cofradía exigía un cuantioso desembolso toda vez que imágenes, tronos, insignias e incluso hábitos penitenciales de los nazarenos, eran costeados por una misma persona, quien habría de ocupar el cargo de hermano mayor era algo que no admitía la menor duda. Un ejemplo bastante representativo lo tendríamos sin salir de la localidad que nos ocupa.
Se trataría en este caso de la hermandad del Cristo de la Expiración, vinculada desde sus inicios a la ya citada vizcondesa de Termens, Carmen Jiménez Flores, que para su oratorio particular había encargado la imagen de un crucificado al escultor valenciano Pío Moyar.
Constituida la hermandad, realizará su primera estación de penitencia el Sábado Santo de 1928 al no haber podido hacerlo la noche anterior por causas meteorológicas, y lo hará en forma de Calvario, acompañando al titular la Dolorosa, San Juan Evangelista y María Magdalena arrodillada a los pies de la Cruz. Todo ello costeado por la aristócrata de controvertido origen, que también adquirió en Sevilla el lujoso trono de madera tallada y dorada sobre el que procesionarían las imágenes.
El intentar conseguir prestigio, vinculando a la cofradía instituciones o personas de relevancia, ha sido una práctica que se ha mantenido hasta nuestros días y que no estuvo exenta de connotaciones políticas, de acorde a los tiempos que se vivían. De este modo, tras la Guerra Civil, la cofradía del Jueves Santo baenense (Jesús del Prendimiento) intentó por todos los medios que alguna alta institución del Estado aceptase la presidencia honorífica. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, una tras otra, fueron declinando amablemente el ofrecimiento, hasta que el Ayuntamiento de la localidad aceptó convertirse en hermano mayor honorario. Algo parecido ocurrió con la Archicofradía del Rosario que, para revitalizar el Domingo de Resurrección, hizo lo propio con distintas personalidades de la época, consiguiendo finalmente que en 1960 el entonces famoso torero Jaime Ostos Carmona, se convirtiese en hermano mayor de la confraternidad.
Por su parte, en Córdoba, la hermandad de la Caridad recurriría también a esta práctica, nombrando como mayordomo, tras la Guerra Civil, a Fernando Fernández Martínez, jefe provincial de Falange, concediendo al desaparecido José Antonio Primo de Rivera el título de Hermano Mayor Perpetuo.
Entre la fe y la vanidad
Tras reorganizarse, el Domingo de Ramos de 1940 haría su primera estación de penitencia, presidida por el general Fermoso, gobernador militar de la provincia, que no sería sino el preludio de su vinculación con las Fuerzas Armadas, ya que en 1952 comenzó una especial relación con el Tercio Gran Capitán de la Legión, que ostenta hoy el cargo de hermano mayor honorario de la cofradía.
Desde el punto de vista litúrgico, la Cuaresma y la Semana Santa se presentan como un periodo de reflexión, penitencia y renovación espiritual en el que se rememora la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Para muchos fieles, la participación en las cofradías es una manera de expresar su compromiso con estos eventos sagrados, llevando a cabo rituales que representan un camino hacia la santidad y una conexión con lo divino.
Sin embargo, esa búsqueda de lo sagrado se ha visto empañada a lo largo del tiempo por un deseo de reconocimiento social que ha llevado a determinadas cofradías a una excesiva ostentación, que potenciaba el aspecto visual de las procesiones frente al verdadero sentido de la Semana Santa. La vanidad, en este sentido, no solo se manifestaba en el afán de lucir mejor que los demás, sino también en una necesidad perniciosa de validar la propia fe a través de la apariencia.
Al igual que en épocas pasadas, muchas veces la fe genuina se ha confrontado con el deseo de aceptación social, a través de la pertenencia a determinada confraternidad religiosa. En algunas ocasiones, la presión por mantener ciertas apariencias y cumplir con expectativas externas ha desvirtuado la esencia misma de la celebración, llevándola a un mero espectáculo en lugar de presentarla como una vivencia espiritual significativa.
Los excesos en las procesiones que desde finales del siglo XVIII intentaron combatir los prelados en busca de una religiosidad más pura, parecen como si resurgiesen de nuevo a través de las redes sociales que, a modo de modernas plazas, se convierten a veces en escenarios mediáticos donde el fin originario de compartir una devoción se termina convirtiendo en otro muy distinto donde la imagen y el prestigio acaban prevaleciendo sobre la verdadera espiritualidad. De este modo, las publicaciones que destacan la magnificencia de las procesiones, la belleza de las imágenes y el fervor externo contribuyen, tal vez sin pretenderlo, a una cultura superficial, restando importancia a la introspección y a la autenticidad de la fe vivida en el día a día.
Hoy, como ayer, es necesario que las cofradías se mantengan fieles a su misión original, buscando recuperar el equilibrio entre tradición y verdadera espiritualidad, cultivando una fe que trascienda las apariencias y promueva una vida más plena y auténtica. Solo así podrá conseguirse que la Semana Santa cordobesa sea un testimonio vibrante de la historia, la fe y la identidad de esta tierra.
*Historiador y escritor
- Semana Santa de Córdoba 2025 | Última hora del Viernes Santo
- El barrio de Córdoba que puso a la ciudad en pie de guerra tres días: 'Lo hubieran asesinado si no se esconde
- La Guardia Civil detiene en Pozoblanco a tres personas como presuntas autoras de un delito de tráfico de drogas
- Así serán los traslados de las hermandades de la Merced y de la Estrella de Córdoba este sábado
- Comienzan la tala y la retirada de árboles y la obra en la avenida Virgen Milagrosa de Córdoba
- La Junta prepara ya el traslado escalonado de 440 trabajadores a los antiguos juzgados de Córdoba
- La Merced y la Estrella ‘improvisan’ un Sábado de Gloria cordobés de procesiones
- El Córdoba Futsal apalabra la permanencia con una victoria histórica en la pista del Movistar Inter