Quizá cada Viernes Santo el antiguo y monolítico oratorio jesuita se convierte en el Monte Tabor de Galilea. Una verdadera Colina de la Transfiguración del santo rostro de Nuestro Señor del Santo Sepulcro. Junto a su catafalco nos sentimos amparados por la promesa de la salvación. Bajo la mirada de Nuestra Santísima Madre del Desconsuelo, reconfortados por la luz que emerge de un corazón traspasado por la muerte del inocente.

Bajo el crucero de la Compañía hemos apreciado --estos tres últimos años-- la fragancia que en la Gloria de Dios se respira... "Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, hagamos aquí tres enramadas" (Lucas 9, 33). Tres noches de duelo, tres Viernes Santo donde la mansión de Elías y Moisés se ha manifestado ante los ojos de sus hermanos. Del pueblo fiel.

Y una voz desde el cielo retumba el Viernes Santo en el corazón de los nazarenos de ruán que escuchan: "Este es mi hijo amado, a él oíd" (Lucas 9, 35). El responde rasgando el velo del templo. Las dos hojas del cancel del Salvador y Santo Domingo de Silos se abren ante la luz cegadora de Dios.

Los pies de los nazarenos de las Cinco Cruces de Yerushalayim vuelven a cruzar el atrio de los gentiles, pisan el frío mármol del santa sanctorum --de ese templo de Salomón que es nuestra Santa Iglesia Catedral-- y esperan que algún día se derrame la luz de la fe sobre el antiguo solar de San Vicente y puedan iluminar, con la luz de Cristo, las naves de la antigua Alhama de Qurtuba.