Diario Córdoba

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FIESTA DE LOS PATIOS

Historias de vidas entre flores

Tres de los patios más antiguos de Córdoba logran un esplendor permanente gracias a los cuidados de sus incansables cuidadoras | El secreto de estas mujeres no es otro que una pasión adquirida en la cotidianidad

El patio de Ana Muñoz data del siglo XVI y desprende la magia de todas las vidas que guarda. AJGONZALEZ

Lo que para visitantes de todo el mundo que llegan estos días a Córdoba es un prodigio de la humanidad, para las cuidadoras de patios no es más que el resultado de pequeños actos aprendidos con amor y paciencia. Notas de sentido común sobre retazos de naturaleza. Lo demás es cuestión de suerte.

«Yo la suerte de que todas las flores me crezcan la heredé de mi abuela paterna. Todos los años, antes de mayo, se ponía de rodillas a sembrar en cualquier cosa que pillaba; en las latas, en un botijo, en una lechera...Yo me ponía al lado de ella y la imitaba», recuerda Ana Muñoz. Tiene 85 años y su casa, en Tinte 9, data del siglo XVI. Cuentan las leyendas, y los registros del archivo, que allí vivió una curandera en el XVIII, de las que acusaban de brujería. El dato podría provocar escalofríos a las visitas de no ser por el colorido de los pétalos que rodean el patio. Su dueña se enorgullece de cada rincón, del pozo árabe, las galerías con alacenas de madera y la solería de barro. 

La edad de Ana le obliga a necesitar ayuda, pero el gobierno indiscutible sigue siendo suyo. «Arriba, en todo lo alto del tejado, hay unas macetas y antes me subía a arreglarlas pero ya no, ni a las escaleras, porque mi familia teme que me caiga», comenta. Es el único inconveniente que le encuentra a su labor. «Eso me pregunto, qué va a ser del patio cuando yo no esté», responde a la pregunta inevitable. «Le digo a la joven que me ayuda que se tendrá que ocupar ella porque verás, las macetas se tienen que colocar con un sentido y no a lo loco», sentencia.

Marina Muñoz es conocida por su carácter acogedor. AJGONZALEZ

«Mi hija y yo trabajamos mucho en el patio, es una constancia de todos los días»

En Mariano Amaya 4, Marina Muñoz no entiende una vida sin sus macetas y las escaleras que sube a diario para arreglarlas son su gimnasio. «Qué a mí el sofá y la tele no me gustan», sentencia. Vino a Córdoba desde Cazorla y se casó con un cordobés. El patio de Mariano Amaya no pasó a ser de la pareja hasta que compraron las viviendas al resto de los vecinos. Él falleció, pero los recuerdos perviven entre las flores. «Mi marido metía las botellas de vino y la fruta en el cubo del pozo, para que se enfriasen», rememora, y el patio «mientras yo esté pues se pone». Su hija Celeste ayuda a transformar los recuerdos de Marina en historias para los foráneos. Mientras, Marina se queda en la entrada y saluda a todo el mundo. Una rutina que podría cansar a cualquier octogenaria pero que, en el caso de Marina, es motivo de un anhelo juvenil e incluso todavía combativo. «Mi hija y yo trabajamos mucho en el patio, es una constancia de todos los días y parece que siempre premian a los mismos», declara quien todavía sueña, «si yo hubiese sido joven en esta época hubiera sido fotógrafa porque me encantan las fotos», comenta entre pilistras y helechos. La directiva de la asociación de Claveles y Gitanillas le concedió el máximo galardón anual, la Gitanilla de Oro, por su buen trato a los visitantes, Pero Marina no hace mucho caso de esas cuestiones. Ella es así.

El patio de Ana Muñoz data del siglo XVI y desprende la magia de todas las vidas que guarda. A. J. GONZÁLEZ

La luz y el sonido del agua en el pozo

En San Basilio 22 Ana de Austria, que cumplirá 87 años el día antes de que empiece esta próxima feria, mima las amarilis y las flores de lis como le transmitió su suegra y aprendió de su madre y de su abuela. «Eso es algo de toda la vida de Dios, que me decían a mí, las manitas detrás y las flores solo olerlas, qué se estropean». Su marido y ella compraron la propiedad al resto de vecinos a finales de los 60. Aunque la cancela data de 1.898, Ana está segura de que la casa es más antigua. El orgullo de su patio es la luz, la luminosidad y el sonido del agua en el pozo, la vista del pilón. El alma de la casa ha sido testigo de reuniones familiares, peroles y cumpleaños.

Los hijos ayudan de vez en cuando pero la atención constante a las azucenas la pone ella. Se levanta por la mañana y «nada más enjuagarme la cara ya voy a quitarle las hojas secas». Así sobreviven a los veranos calurosos, al paso del tiempo, al olvido. Una rutina minuciosa que no le supone esfuerzo. «Yo siempre digo que para ser capaz de cuidar un patio todos los días sin que se haga pesado te tiene que gustar mucho», comenta. Luego llegan los momentos de gran afluencia y el trabajo se ve recompensado. «La ilusión mía es recibir a la gente, explicarles todas las cosas», añade, con la misma naturalidad con la que emanan los tallos de las macetas. Esa calma colorida, la paz que solo se obtiene con el paso de los años al ver ponerse y salir el sol por la cancela de un patio cordobés

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