Las emotivas lágrimas del futbolista Casemiro en la reciente rueda de prensa por su despedida del Real Madrid camino de Manchester, recordaban a las de Leo Messi en la suya antes de partir del Barça hacia Paris. Bien es cierto que el dolor desgarrador del argentino se debía a que no pudieron cubrir su millonaria renovación, viéndose forzado a salir hacia los infiernos parisinos (donde extrañamente y apenas pasadas unas horas, podíamos verle más feliz que una perdiz ante sus nuevos seguidores), mientras que el brasileño alegó moverse por una causa mucho más elevada: una especie de llamada interior que le alentaba a emprender nuevos retos por considerar cerrado su ciclo en el Madrid tras conseguir la última Copa de Europa.

En cualquier caso, lo que está fuera de toda duda es que el hecho de que sus respectivas salidas hacia otros clubes les produzcan millonarios beneficios que superan lo que percibían antes de cambiar de equipo, es algo tan carente de importancia que ni siquiera deberíamos considerar. Pues si de algo estamos seguros aquellos a los que, a pesar de todo, nos sigue apasionando este deporte, es que al fútbol profesional actual lo caracteriza y fundamenta un profundo sentimiento de romanticismo, como acreditan las lágrimas y el sufrido padecimiento que acompaña a los jugadores en sus cambios de equipos. Un sentimiento tan dolorosamente puro que ni siquiera la futura percepción de mayores ingresos económicos logra mitigar.