Había una vez, en una tierra no tan lejana, un castillo azul. En él vivía un rey junto a su familia y corte. El rey, de nombre Pablo, era un hombre joven y apuesto que tenía dos hijas, Cayetana e Isabel. Cada una había recibido un don al nacer. La primera fue bendecida con la palabra y se hizo diestra en el arte de la oratoria. Por su parte, a la segunda se le dio la cualidad del liderazgo y de infundir esperanza ante la adversidad. Ambas, además, se demostraron inteligentes y valerosas con el paso del tiempo. Consciente de todo ello, el rey era feliz pues los dioses habían vuelto a estar grandes con su casa después de años de oscuridad. A consecuencia de los dones, los reinos vecinos temían y se andaban con pies de plomo ante el linaje de Los Gaviotas.

Sin embargo, pese a los augurios de prosperidad, el rey cometió un error fatal. Tenía, por aquel entonces, como valido al despreciable Lanzahuesos. Lanzahuesos, nacido como Teodoro (aunque el pueblo prefería su apodo), llevaba ejerciendo de consejero del monarca mucho tiempo. La suya era una casa poco o nada agraciada. Quizá por eso recelaba tanto de las princesas. Así, poco a poco, fue envenenado la débil mente de su señor hasta volverlo contra sus hijas. Empezó por la mayor. El rey Pablo, temeroso de que esta pudiera hacerle sombra, la repudió y envió a las mazmorras, como le había sugerido Lanzahuesos. Sin embargo, fue sobre la princesa Isabel sobre la que el consejero del rey descargó toda su crueldad. Tras meses y meses de intoxicación, la princesa intentó advertir a su padre, pero ya era demasiado tarde.

Isabel fue escarnecida y desterrada. Todo había salido según lo previsto para el favorito del rey. No obstante, no tuvo en cuenta que todo el reino era sabedor de sus malas artes y, al ver lo que estaban haciendo con la princesa menor, la más querida por las gentes, la multitud se alzó contra el soberano y su protegido. El rey optó, en la creencia de que era solución, por encerrarse en lo más alto del castillo. Y así vivió sus últimos días, despreciado por quienes confiaron en él. Apodado El Fracasado. Y así murió. ¡Ay! Si tan solo hubiera apartado de él a la serpiente. Quizá hoy la historia sería distinta.