Alfonso Uruburu, nadador pionero cordobés, arquitecto, inspector ingeniero del Estado y, ante todo, mejor padre del mundo. Este niño podría llamarse Miguel, Juanito, Manolito, Raúl o María. Podría ser mi hijo, tu hermano, tu prima, el nieto de tu vecina o el compañero de clase de tu sobrino. Todos hemos conocido a alguien con Síndrome de Down: en nuestra ciudad, barrio o pueblo.

Sin embargo, para la mayoría siguen siendo personas invisibles: «Sí, vale, están ahí, qué graciosos», pero, después, la realidad es que esa mayoría no les hace ni puñetero caso. Y, si no les hacen caso ni siquiera los vecinos o sus compañeros del colegio o del instituto, ¿qué podemos esperar que este Gobierno haga por ellos? Nada.

Hay personas que nos dicen a los miembros de mi familia: «No os preocupéis, son niños iguales que los demás». Pero resulta que no, que no son iguales. Son bien diferentes y, además, mucho mejores que los que siempre nos hemos considerado normales (por cierto, ¿qué es ser «normal»?).

Todos los días veo desde la ventana de mi Departamento de Lengua a la hora del recreo que están jugando solitos, entre ellos. Se les ve felices, pero, cuando observo que son invisibles para los demás niños del patio, después de secarme las lágrimas, me acerco a ellos y descubro que, en efecto, son distintos: te lo dan todo a cambio de nada; les das una abrazo y te devuelven diez; les sonríes y son tus amigos para siempre; te regalan flores, te llaman bonita y te levantan el ánimo en el peor de los días. Ojalá todos fuéramos como ellos.

Hace poco me dijo alguien que era «inmoral traer al mundo gente así, con este síndrome».

Hoy me atrevo a responderle a esa persona: Mi opinión es que los que pensáis así no deberíais tener derecho a habitar un planeta donde viven ángeles. Muchas gracias a todos.