Opinión | Firma invitada
La sanidad pública no es un campo de batalla
Trabajo cada día con mujeres que enfrentan un diagnóstico de cáncer de mama. Por eso, me duele profundamente el ruido que rodea a algo tan importante como el trabajo que se realiza desde las unidades de mama y los programas de cribado.
El cáncer de mama no entiende de ideologías. Y el esfuerzo por detectarlo a tiempo, tratarlo mejor y acompañar a las pacientes en todo su recorrido no pertenece a ningún partido político. Es el fruto de años de compromiso colectivo, de profesionales entregados y de un sistema sanitario público que, pese a sus dificultades, ha conseguido que miles de mujeres sean diagnosticadas en fases curables y vivan más y mejor.
Por eso resulta tan injusto -y tan peligroso- convertir un programa de salud pública o el trabajo de una unidad asistencial en arma arrojadiza. La política y la prensa tienen un papel fundamental en la transparencia y la rendición de cuentas, pero cuando el análisis se sustituye por el sensacionalismo, y la búsqueda de la verdad por la búsqueda del titular, se daña algo esencial: la confianza de la ciudadanía en su sistema sanitario.
Esa confianza es un bien frágil. Y cuando se pierde, las consecuencias son reales: mujeres que dudan de acudir a su cita, pacientes que pierden fe en los equipos que las tratan, profesionales que se sienten desmotivados o expuestos.
Nada hay más destructivo para la salud pública que minar la credibilidad de quienes la sostienen día a día con su trabajo, muchas veces en silencio.
Deberíamos estar recordando lo que sí funciona: el valor del diagnóstico precoz, la importancia de los programas de cribado, los avances en los tratamientos, el trabajo coordinado de oncólogos, ginecólogos cirujanos, radiólogos, enfermeras, psicólogos y gestores que hacen posible una atención integral y humana.
Deberíamos estar hablando de cómo mejorar, sí, pero también de cómo proteger lo que tanto ha costado construir.
Y es cierto: la sanidad pública y su concepción necesita una transformación profunda. Necesita adaptarse a una realidad más compleja, con una demanda creciente, nuevas tecnologías, más información y también más expectativas humanas. Lo que funcionaba hace treinta o treinta y cinco años esta claro ya no es suficiente. Pero el camino no puede ser la destrucción ni el descrédito, sino la reforma serena y valiente, construida entre todos, con el convencimiento inamovible de que en España la salud no es -ni puede ser nunca- un producto de consumo, sino un derecho.
Hace más de tres décadas, el Informe Abril Martorell, elaborado en 1991 bajo el Gobierno del PSOE de Felipe González, ya advertía de la necesidad de reformar el sistema sanitario para garantizar su sostenibilidad y adaptarlo a los nuevos tiempos. Aquel documento fue denostado tanto por la derecha como por la izquierda, quizá por falta de valentía o por temor a perder votos, pero muchas de las reflexiones que contenía siguen siendo válidas hoy. Desde entonces, hemos preferido aplazar los debates de fondo, cuando lo que necesitamos es afrontarlos con rigor, con consenso y con la mirada puesta en el futuro, no en el rédito político.
La sanidad pública es uno de los mayores logros colectivos. Cuidarla exige algo más que consignas o titulares: exige responsabilidad, respeto y una voluntad común de mejorar lo que tenemos sin destruirlo.
Porque más allá de los colores y de las crisis, la salud de una sociedad se mide por su capacidad para proteger a los más vulnerables y por su confianza en quienes dedican su vida a cuidar a los demás.
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