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Señora
Arturo Pérez Reverte, exitoso novelista y aguerrido opinador, se metió el otro día con la corresponsal de TVE Almudena Ariza después de que un usuario de X (una fuente de toda credibilidad) lo informara de que esta se había referido a él de forma insultante mientras impartía clase en un máster de Periodismo: «Solo es una señora con viejos complejos infantiles queriendo matar a su padre». Ese padre al que alude el escritor cartagenero desde perspectiva freudiana no es otro que él mismo, por supuesto, faltaría más, figura de autoridad suprema para cualquiera que, como Ariza, se dedique profesionalmente a la información bélica. Alguien debió de hacerle ver al insigne académico habituado a meterse en cualquier charco que se había pasado unos cuantos pueblos, pues borró el mensaje y escribió otro de disculpa, bueno, de disculpa a su manera: «Amigos comunes que tengo con esa señora me han pedido que...». Pues bien, a lo que yo iba, es al empleo despectivo en ambos mensajes perezrevertianos del término «señora», vocablo que a veces se utiliza con un sesgo ofensivo que tiene telita.
Por ejemplo, hace no mucho el abogado defensor del exmarido de Juana Rivas se refería así a la combativa madre contra la que su cliente lleva años y años batallando: «Esta señora es un peligro para el niño». Otra vez «señora» como arma arrojadiza. La intención peyorativa con que se usa una forma de tratamiento en teoría respetuosa es la que cabrea a una ofendidísima diputada de ERC cuando, en un vídeo que circula por ahí, Cristóbal Montoro se dirige a ella llamándola así: «No, señora, no, o señoría o diputada, pero no me llame señora, por favor». Cuidadito conmigo, eh, sin faltar.
No es nuevo este uso con bastante retranca valorativa de «señora». En 1980 Manuel Alejandro escribió para Rocío Jurado una letra puesta en boca de la despechada amante de un caradura, una mujer de armas tomar que se dirige rencorosamente a la legítima esposa del maromo en cuestión: «Cuando supe toda la verdad, señora…», ya saben.
En aquel principio de los ochenta se distinguían señora y señorita por el estado civil. Hoy en día se usa el neologismo «señoro» con la misma agresividad que tiene en determinados contextos la tradicional «señora», mientras que el empleo de «señor» no se estila con ánimo de ofender.
El rey emérito, un ejemplo de honradez como el tiempo se ha encargado de demostrar, sigue siendo un señor para muchos. Sobreviviendo en Abu Dabi a base de latas de conservas, el pobrecillo pensará que la culpa de su destierro lo tiene Leticia, la marimandona que se casó con su hijo, esa señora.
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