Opinión | COSAS
Doscientos años de perdón
Una frase que pende sigilosamente por las cancillerías sostiene que en las relaciones diplomáticas no existen amigos, sino intereses. Y sin embargo, no es tan hierático este ancestral oficio, sobre el que percute uno de los más castizos ejemplos del refranero español: «Quien bien te quiere, te hará llorar». El ministro Albares ha comenzado a desmadejar el hilo del perdón para satisfacer a Claudia Sheinbaum y a su antecesor, López Obrador, que utilizó la idea fuerza de la opresión española contra la población indígena como una herramienta de la gestión política.
Es difícil rehuir de los tópicos, más aún cuando son tan fuertes los vínculos afectivos. Suscribo esa categórica frase: México no existiría sin España, y es posible que viceversa. El descubrimiento de América precipitó el nacimiento de la nación española y no es casual que la Mesoamérica y Norteamérica hispana constituyesen el virreinato de Nueva España, pues era la niña bonita de la Corona. Pero incluso el México contemporáneo bebe la savia del exilio español, la impulsión de aquellos emigrantes y aquella intelectualidad que el presidente Lázaro Cárdenas acogió tras los desgarros de la guerra civil. No sabemos cuánto tiene la diplomacia sanchista de ‘realpolitik’ o de una forzada debilidad. Está bien reconocer las injusticias que se cometieron en la conquista. También lo hicieron los neerlandeses por sus dominios en el sureste asiático, aunque huelga constatar su nivel de sincretismo e integración comparado con el legado español en América. Pero Sheinbaum apunta a un blanco fácil, hacia el pasado de una potencia mediana que se relame en su regusto autodestructor. Más comedida se presenta frente al vecino del norte, tan propicio a ningunear lo mestizo y a comerse más de un tercio de lo que fue territorio mexicano; pero frente a esas afrentas, cabeza fría y chitón.
En buena medida coincido con la tesis del historiador Pérez Vejo. Al contrario del mito de las naciones sin Estado, la independencia mexicana consagró un nuevo Estado al que había que configurar una nación. Pero esa iconografía forjada en el siglo XIX se basó en una aristocracia de príncipes aztecas que entroncaba directamente con los libertadores criollos, alicortando el poder y el papel protagónico de los pueblos indígenas. Uno de los referentes de la pintura historicista mexicana (‘El descubrimiento del pulque’, de José María Obregón, pintado en 1869) tiene esa pátina de pintura religiosa, el apego al catolicismo y al viejo mundo como reafirmación de la clase dominante. Benito Juárez, el primer presidente zapoteca, el que cercenó los sueños imperialistas de Maximiliano de Austria, quebró momentáneamente estos agravios. Fue tras la revolución mexicana cuando de forma creciente comenzaron a expiarse los males propios en el pasado colonial, con ese rasgo común acrecentado en los últimos tiempos de convertir la Madre patria en una madrastra.
El futuro de las relaciones con Iberoamérica en general, y México en particular, tiene que pasar por la reconciliación. Este exigido perdón es huero si no va acompañado de una contrición de los errores y omisiones propias de las naciones americanas -es muy laxo extender todos los males a España después de 200 años-. Australia también ha perdido perdón por el daño a los aborígenes, una discriminación que se ha mantenido hasta décadas recientes. Y reconocer, junto a las injusticias, las hermosísimas derivaciones de aquel encuentro, con una lengua y cultura común, y una manera compartida, con todas las connotaciones posibles, de sentir la vida.
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