Opinión | Calma aparente
Tríptico costumbrista
Un hombre entró en un estanco y pidió un paquete de Austin. La estanquera le preguntó si quería algo más, y se quedó pensativo: «Un momento», dijo. Se acercó a una nevera con puerta de cristal, miró de arriba abajo la colorida variedad de latas y, finalmente, se decidió por una de Monster. Al colocar la bebida energética sobre el mostrador, la estanquera negó con la cabeza. «Esa bebida se la tengo prohibida a mi niño. ¡Le va a dar un infarto!», sentenció. El hombre no supo qué decir, así que sonrió. Cuando cogió la lata, la señora lo reprendió con la mirada; cuando cogió el paquete de tabaco, le deseó un buen día.
Esa misma lata la vi en el gimnasio. Mientras me afanaba en la máquina de remo, me fijé en un joven que tenía enfrente, en la sala de crossfit. Iba perfectamente equipado, con faja, guantes y gorra para atrás. Midiendo los tiempos con un reloj digital y gigantesco, repartía sus esfuerzos para sacarle el máximo rendimiento a la mañana. Pero algo me llamó más la atención que la bebida energética. Entre unos ejercicios y otros, entre dominadas y flexiones, se sentaba en una caja de madera, cogía un libro y empezaba a leerlo. De fondo sonaba Manuel Carrasco, pero él permanecía estoicamente concentrado en las páginas de las Meditaciones de Marco Aurelio. Como El pensador de Rodin, con la mano en la barbilla y los ojos achinados, gritaba en silencio: «He aquí un superhombre, he aquí un ejemplo de plenitud espiritual, moral y física». Digeridos tres o cuatro aforismos, dejaba el libro junto a la lata, se ajustaba su camiseta de tirantes rosa fucsia y la emprendía a golpes con un enemigo invisible. Uno nunca sabe si proyecta la imagen deseada o la contraria.
La semana pasada, por cierto, estuve en la presentación de un libro. Al escritor lo acompañaban otro escritor y su editor. Hablaron mucho sobre política y dinero, como es habitual, así que a veces me despistaba. En un momento de la charla, los dos escritores, de forma espontánea, representaron una coreografía milimétricamente sincronizada: se sujetaron la barbilla con una mano y, como intentando desentrañar un enigma, posaron su mirada en el horizonte. Entonces me fijé en sus relojes. Las esferas eran blancas; las correas, negras. Aunque de marcas diferentes, la esencia de los modelos era la misma: sencillez o, como diría un enterado, minimalismo. Mi reloj era similar, pero no llevaba gafas negras de pasta con cristales redondos, como ellos. Torcí el gesto ante la evidencia. Uno nunca sabe si está más cerca de ser escritor o caricatura.
*Escritor
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