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Opinión

El triunfo de la muerte

Camino en silencio. Mis pasos se detienen frente a una escultura desgastada por los años, erguida sobre su pedestal, suficientemente enhiesta y conmovedora. Parece querer mostrarme dónde está el verdadero poder; dónde está el triunfo auténtico; dónde está, en definitiva, la verdad. Desde su privilegiada ceguera, sus ojos cubiertos con un imaginario velo, contemplan el silencio eterno en el lugar donde se cruzan las lápidas más afortunadas del cementerio: aquellas que en su día disfrutaron de la sepultura de la tierra, alejadas del apilamiento de los nichos menos favorecidos en su ubicación. También la muerte marca la distancia. En todo caso, me da igual, porque la serenidad recogida entre los centenarios cipreses del camposanto del Arcángel custodio, me invita a serenar la zozobra de mis pensamientos. Y si a mí me da igual, me figuro que a los que allí reposan ni siquiera les da igual, porque ya solo tienen la facultad de la nada.

Me gusta mirar los años esculpidos en las lápidas y tratar de imaginar qué acontecía por aquella fecha. En la serie de bovedillas que enmarcan el patio principal, uno puede encontrar fallecidos en 1868. Varios jefes y oficiales muertos en la batalla de Alcolea el 28 de septiembre de ese año reposan allí. Al pensar en aquellos días, rememoro cómo la revolución debió llenar todo. La vida ajetreada por el movimiento popular contra una reina demasiado traidora, demasiado corrupta, demasiado desleal con su patria. Qué importantes acontecimientos, qué trascendencia para la vida del país, que consecuencias para el alumbrar de un nuevo Estado, democrático al fin, por apenas seis años. Y ahora, ¿qué queda ahora de entonces? Nada, absolutamente nada, miro los nombres, las fechas, y ya no son nada. Ni siquiera hay memoria para recordarlos. La relatividad de la historia frente a mí. Todo lo que era importante, trascendente, definitivo, hoy no es nada, apenas un capítulo de la historia.

Mi mirada sigue atrapada entre las fechas de los diversos enterramientos de aquellas décadas. El siglo XIX siempre ha tenido magnetismo para mí. Una mujer fallecida en 1895. Ese año se inició la tercera y definitiva guerra de Cuba, justo el 24 de febrero. Ese día fue enterrada entre letanías aquella desconocida mujer. En aquellos momentos, el fervor patriota contra los independentistas cubanos llenó las calles, los titulares de la prensa, las tertulias de los cafés. ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!

Camino un poco más y encuentro otro enterramiento. Esta vez es del 3 de julio de 1898. ¡Qué coincidencia! Justo ese día nuestra armada, al mando de Cervera, fue hundida en la bahía de Santiago de Cuba, acabando de un plumazo con la España imperial y poniendo fin a una guerra destinada al fracaso desde el primer día. Cuánto sufrimiento, cuántos debates, cuántos gobiernos, cuánto muerto y cuánto desgraciado herido quedaron en aquel desastre, que parecía llenar todo. ¿Qué queda de aquellos sentimientos, angustias, frustraciones, crisis políticas y económicas, muertes y más muertes? No queda nada.

Podemos dar un rodeo y ver las lápidas de 1914, ha estallado la Gran Guerra; 1919, ha estallado Versalles; o 1929, se acabó la fiesta de los locos años veinte. Todos estos túmulos me llevan al recuerdo de grandes hitos de una historia que en algún momento perdió a sus protagonistas, a quienes fueron responsables y a las víctimas anónimas de aquellas exageraciones de la política. ¿Para qué sirvió cada uno de aquellos momentos que llenaron todo el escenario, que insuflaron sentimientos de odio a los que luego serían sus propias víctimas? Me vienen a la memoria las ansías de guerra del partido fascista de Mussolini y los demás patriotas italianos que empujaron a Italia a una guerra, de la que luego volverían miles y miles de heridos olvidados por Italia. Acto seguido, recogidos de nuevo por el fascismo, se los condujo al matadero, pero antes llevaron a su líder al sillón del Palacio Venecia de Roma frente a un rey minúsculo en toda la extensión de la palabra.

Me acerco a visitar el nicho del capitán Manuel Tarazona. Protegido por un desvencijado cristal, un ajado lazo con los colores de la república engalana míseramente su recuerdo. 13 de agosto de 1936, apenas unos días antes, la traición de unos militares africanistas ha inaugurado una salvaje represión de la que él fue una de las expresiones de aquel infierno que estalló en nuestro país. Cómo serían esos días, llenos de pasión desatada, de salvadores de la patria, de gritos y más gritos, de mensajes de violencia. ¿Dónde están quienes tanto gritaban? Muertos junto a sus víctimas, sepultados por la verdad de la muerte, por el olvido del tiempo. Aquello que era tan trascendental, hoy es solo un silencio inerte entre estos muros que me contemplan y que más pronto que tarde serán también mi morada.

La historia ha juzgado ya a todos, con su silencio, con su olvido. Ya no son nada, ni nadie, y entonces parecían ser todo. Los filósofos, los poetas, los juglares, muchos y muchas nos recordaron antes, que lo que hoy es el momento más crucial de la historia, mañana solo será sometido al poder de la muerte y a su juicio inapelable. Ni el mal ni la bondad duran siempre. Hoy que nos vemos viviendo el que creemos mayor desafío de la humanidad, en cien años el tiempo nos habrá enterrado a todos, también a los líderes ridículos a los que la gente vota y que están rompiendo para su propio interés todos los espacios de convivencia.

Jóvenes en Granada, desfilando junto a un ser mediocre, arropados con la bandera de la dictadura y cantando el «cara al sol», revitalizando lo peor de la época que nunca parece querer irse del todo. De nuevo Unamuno frente a ellos en el sagrado templo de la Universidad. Esos agitadores que arrastran a las masas a la violencia, que nos llevarán al abismo y la destrucción de nuevo, también serán nada un día. Sus huesos se pudrirán en un cementerio cualquiera y los regueros de dramas que dejaron con su locura, se ahogarán en el olvido más mísero, sin salvación ninguna.

Si alguna vez fuésemos más humanos, menos trascendentes, más relativistas de nuestro paso por el mundo, seguramente silenciaríamos buena parte de esos gritos incendiarios, de todo este ruido que atruena hoy nuestras vidas, provocando un temor bien fundado, porque sabemos lo que está por venir. Es verdad que no sé para quién escribo, seguramente quien me lee no ha participado de nada de esta locura. Los que llenan las calles con gritos de odio, no leen la prensa, no salen de sus redes de retroalimentación de sus propias ideologías violentas. Es difícil explicar todo esto. Solo la muerte me explica hoy, que es su día, el verdadero poder de su fuerza inapelable. Por eso, «ved de cuán poco valor son las cosas tras que andamos y corremos, que en este mundo traidor aun primero que muramos las perdemos». Siempre Jorge Manrique cumple aquello de vivir en la memoria que es el último reducto de la vida que se fue. Si consiguiéramos vivir sin odio seguramente miraríamos con más ternura a nuestro alrededor, alejando la estridencia de los gritos de guerra que anuncian el triunfo de la muerte, como advierte ese grito de odio que Millán-Astray gustaba de lanzar ante sus huestes: «¡Viva la muerte!». Pues que viva, vivirá para todos.

*Catedrático de la Universidad de Córdoba

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