Opinión | Calma aparente
Sombra anaranjada
Se fundió un plafón de la cocina, y esta quedó parcialmente en penumbra. No se trataba de un contratiempo doméstico postergable, como podría ser la obstrucción progresiva de la alcachofa de la ducha. En este caso, la sombra me señalaba con el dedo, constituía un reproche insoslayable. Sin demora, tenía que cambiar el plafón, algo que no había hecho nunca. Fui a dos tiendas, en las que me dijeron que mi modelo estaba anticuado (dolió), y donde solo me ofrecían uno similar, con un centímetro menos de diámetro; eso era lo que había. Como empezaba a palpitarme el párpado inferior, transigí: compré el modelo que se lleva ahora y que, probablemente, dejará de llevarse pronto. Al final, con más miedo que maña, cumplí mi objetivo. ¡Y se hizo la luz! Con los brazos en jarra, mirando el techo, concluí que aquello era la cima de mi semana, nada iba a superar esa hazaña, por eso me di la tarde libre. Escuchando música, bajé hasta la Mezquita. Mi intención no era escribir después una columna del tipo clase de historia, de esas que se recrean en la mezcla de culturas y religiones y que terminan rematadas con una metáfora sobre la esencia aperturista de la ciudad. Tan solo quería pasear sin ambición entre las columnas, dejarme llevar. Esta vez no me detuve en la capilla Mayor, en la claridad, sino que opté por la oscuridad y el frescor, por los arcos y la tenue luz anaranjada. Iluminar un templo y no tener en cuenta la sombra es como componer una melodía sin tener en cuenta el silencio: una torpeza. La oscuridad moldea la belleza, que carece de profundidad sin misterio. En la Mezquita, por fortuna, prevalece la virtud. También se respeta el silencio, salvo cuando los altavoces recuerdan que se debe guardar silencio. No había demasiados guiris aquella tarde, o no resultaban molestos; unos estaban absortos en los folletos explicativos; otros buscaban el mejor ángulo para fotografiar los arcos; una mujer, vencida por las exigencias del turismo moderno, escuchaba una audioguía con la cabeza inclinada: todo lo humano le era ajeno. Lamenté llegar a la salida, un cañonazo de luz al que me costó enfrentarme.
Me apetecía cansarme del todo, así que continué paseando hasta llegar al Museo Julio Romero de Torres. Solo quería volver a ver a la joven madre que acompaña a su hijo enfermo en Horas de angustia: su mata de pelo, su mirada, sus manos recogidas junto a la mejilla. De nuevo, me topé con una oscuridad mitigada tan solo por una tenue luz anaranjada, en este caso proveniente de un velón. Sin duda, un plafón se habría cargado el cuadro.
*Escritor
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