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Opinión | Calma aparente

El último menú

Todo habrá terminado. Te despedirás y cruzarás la puerta que te conducirá a los créditos de la película. Pero antes puedes elegir lo que desees; eres el encargado del menú. La carta estará compuesta por un aperitivo, un primer plato, un segundo plato y un postre. Da igual que sea comida o cena, y se desarrollará en el lugar que prefieras, con quien prefieras. Al final, seleccionarás una última canción. Después, se acabó; te entregarás a lo que quiera que sea la muerte. Esa es la premisa.

Estaba de viaje con unos amigos, y les fui preguntando a algunos cuál sería su último menú antes de morir. No sé si por verdadero interés o por amistad, me siguieron el juego. Y no solo eso: dudaron, pidieron tiempo, cambiaron de opinión. Así que terminé el día con la cabeza llena de planes. Uno se fue con su mujer a La Loma, en Chiclana; otros, bastantes, se quedaron en casa. Escuché de todo. Desde empezar con cerveza y aceitunas hasta champán y ostras; lógicamente, también hubo tortilla, queso, jamón o salmorejo. En cuanto al primer plato, una variedad notable: tarantelo de atún, buey de mar, papas con choco, callos; lo único que se repitió fue la pasta, sobre todo carbonara. Con respecto al segundo plato, predominaba la carne, sin duda: un chuletón de vaca gallega o un solomillo. Por último, al llegar al postre, comprobé que se respondía más por alargar la comida que por convencimiento: dos recurrieron a sus heladerías favoritas; otro pidió un hojaldre; solo una lo tuvo clarísimo: Donetes. La pregunta más difícil fue la de la última canción que escucharían. En ese sentido, la lista de reproducción incluía desde The Beatles o Mark Knopfler hasta una marcha de Semana Santa, «So payaso», de Extremoduro, o unas sevillanas, para despedirse con un apretón. Pidieron algún licor o una copa antes de marcharse, y alguno, más excéntrico, probó por primera vez la heroína. Todos, eso sí, cruzaban el umbral de la muerte agradecidos, entre besos y abrazos.

El lunes volvimos a nuestras respectivas obligaciones. El cuerpo nos pedía método: ensalada y agua mineral. Pero en mi cabeza seguían bullendo todos los menús. Algunos los olvidé; otros, los mezclé. Lamentablemente, no me llevé ninguna libreta a los chiringuitos. Aun así, algunos platos y lugares los recordaba, y no eran excepcionales, sino fácilmente alcanzables. Nadie se fue a la Polinesia, nadie pidió caviar iraní. Todo quedó en casa, pero convertido ahora en un plan más sugerente. «Que aguante la salud y no hagamos mucho el tonto», me dijeron. Que así sea. ¿Voy pidiendo una caña?

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